Opinión

Que la mugre no se quede en casa: hablemos de violencia de género

Sede de Fábrica La Isleta, en El Cardón, en el barrio de Las Torres.

Sede de Fábrica La Isleta, en El Cardón, en el barrio de Las Torres. / ED

La cultura necesita revisarse: a quién se le da poder y a quiénes decide vetar con ese poder. Los patrones hablan por sí solos. Hace apenas unos meses se destapó al cineasta Armando Ravelo y, en los últimos días, hemos sabido que el músico José Alberto Medina, dueño del centro cultural Fábrica La Isleta, tiene en su contra varias sentencias en firme y órdenes de alejamiento por violencia de género. Antes de que fuese público, ambos eran conocidos en el mundo artístico por sus abusos, pero había silencio. Hubo silencio hasta que las primeras víctimas empezaron a hablar alto. Entonces, salieron testimonios hasta debajo de las piedras.

El aluvión lo arrastró todo. José Alberto Medina abusó de varias de sus exparejas y también utilizaba su poder en el ámbito laboral. En esto hay que insistir: tiene en su contra sentencias en firme y órdenes de alejamiento, una de las cuales quebrantó. No son solo denuncias. Ya ha habido procesos judiciales. Pero es que, además, siguió cometiendo actos de violencia.

La Provincia ha publicado en los últimos días distintos testimonios, entre ellos el de una mujer que fue su alumna cuando ella tenía 18 y él 34. Su breve relación estuvo marcada por desprecios, insultos, humillaciones, acoso y «una campaña de desprestigio» mientras ella buscaba un espacio para su música, tal y como recogió la periodista Nora Navarro. Este es un ejemplo de libro. Una mujer joven, intentando labrarse su carrera, y un hombre mayor que ella, bien posicionado, que la bloquea cuando no se sale con la suya.

Medina tenía un estatus de poder que sabía cómo usar, y lo usó. Ejerciendo ese poder, consiguió mantener a raya los testimonios durante mucho tiempo, si bien sus actitudes se conocían en determinados círculos. Eso recuerda al caso de Armando Ravelo, en el que muchas no hablaron antes por miedo a ser tachadas de una lista simbólica. Eso, con todas sus letras, se llama abuso.

Los patrones, como vengo diciendo, reflejan muy bien cómo funciona esta violencia. Tanto José Alberto Medina como Armando Ravelo recibían subvenciones públicas para desarrollar su trabajo, hasta que los hechos explotaron, porque sus puestos de reconocimiento se lo permitían. Y eso ocurre en todos los ámbitos, no solo en la cultura.

También en estos días, la Cadena Ser ha recordado el caso del jefe de la Policía Local de Agaete. No estamos hablando solo de una acusación, porque él también tenía ya una condena en firme. Pudo rebajarla, hace menos de dos años, cuando llegó a un acuerdo con la Fiscalía. Así, siguió con su carrera en el cuerpo policial porque no fue sancionado, ni se le apartó de su puesto, ni se le abrió un expediente disciplinario.

Gracias al recordatorio radiofónico, el Ayuntamiento ha reculado y el agente no será ascendido. Dicen que no sabían nada de la condena. Esa declaración habla por sí misma, dejando muy claro que todavía existe una cerrazón opresora en la violencia de género. Hay que reconocerla ampliamente como algo social, no doméstico. Como algo que debe hacerse público. Como algo que debe airearse y no quedarse en casa, acumulando mugre en una esquina.

Ahí está la importancia de hablar y usar todos los altavoces que estén al alcance de la mano. A menudo se pone el foco en la denuncia, como si ir a comisaría pudiese arreglarlo todo. No niego que haya ocasiones en que eso es lo que hace falta y da los resultados que debe, pero el mensaje que se sigue mandando a las víctimas con casos como estos es que, haya denuncia o no, el agresor seguirá con su vida, con su prestigio, con su carrera intacta. Por eso, es necesario sacarlo a la luz y hacerlo público.

Nos lo demuestra el caso de Medina, que ya está perdiendo las financiaciones públicas que tenía. También ocurrió con Ravelo, quien se vio forzado a abandonar el cine. Eso da un poco de esperanza reparadora, pero no podemos esperar que todo se solucione así. Recuerdo ahora el caso de Dani Alves, el futbolista que quedó en libertad bajo una fianza de un millón de euros tras haber sido condenado a cuatro años y seis meses de prisión por agresión sexual. En su momento ya lo decíamos: si eres millonario, la justicia no aplica. Si tienes dinero, puedes pagar por violar. Y así está ahora, haciendo escapadas a Ibiza y Tenerife con su esposa.

El sistema judicial tiene millones de defectos y vacíos. Está claro que seguirá habiendo muchas resoluciones injustas e infructíferas. Por eso, las denuncias y los tribunales deben ser complementarios al escarmiento público. Sacar los trapos sucios, dar altavoz a las víctimas, tejer redes de apoyo y credibilidad; como queramos llamarlo. Las violencias de género no son algo personal, sino estructural. Cuando las ejercen figuras públicas o cargos con responsabilidad, la gente debe saberlo.