Opinión | Gentes y asuntos

Ambrosius Francken

Ambrosius Francken

Ambrosius Francken / El Día

Cualquier viajero culto y curioso que recorra La Palma y su capital, Santa Cruz, encuentra monumentos religiosos y civiles y obras que van desde el gótico tardío a las vanguardias y revelan el peso de la economía y la cultura en un enclave entre tres mundos. En ese patrimonio fastuoso brilla el nombre de Ambrosius Francken (1544-1618) y su obra cumbre, La Última Cena, en el convento dominico de San Miguel de las Victorias, a donde llegó en 1621 por donación de Juana Orozco de Santa Cruz, que lo había recibido en la herencia de Benito Cortés de Estupiñán. Hijo del pintor Nicolaes Francken, nació en Herentals y, desde niño, residió en la populosa Amberes. Fue discípulo de Frans Floris y completó su formación en Fontaineblau, con la tutela de Giovanni Battista di Jacopo (Rosso Fiorentino), Francisco I reunió artistas europeos para decorar su palacio al gusto manierista.

El cronista Karel van Mander en su Schilder boeck fijó su presencia en la ciudad francófona de Tournai, acogido a la hospitalidad del obispo y ocupado en tareas artísticas para Nuestra Señora de Flandes, la más hermosa de las catedrales belgas

Viajó por Italia, residió en Roma y Venecia y, en el último tercio del siglo XVI, destacó entre los artistas antuerpienses y como influyente maestro en la Gilda de San Lucas. Fusionó los influjos italianizantes –tanto en la osadía compositiva como en la contrastada brillantez del colorido- pero, en ningún caso, perdió el sobrio realismo nórdico.

El descubrimiento de la autoría de La Última Cena llegó durante una exposición coincidente con un congreso eucarístico en la capital palmera. Hasta entonces se había atribuido a varios maestros italianos e incluso a Pablo de Céspedes (1538-1608), racionero de la Catedral de Córdoba, pintor y tratadista de arte.

En 1968, y durante una campaña de restauraciones bajo los auspicios de la Dirección General de Bellas Artes, Julio Moisés y Pilar Leal reentelaron y limpiaron la obra y descubrieron en la hoja de un cuchillo que sostiene un apóstol el anagrama AF, identificado por el catedrático Hernández Perera como el poderoso artista antuerpiense.

Desposado con Clara Pickarts y amigo íntimo de Maerten de Vos, ejerció con éxito su magisterio y tuvo entre sus pupilos más notables a su sobrino Hieronymus II, que, en el primer tercio del siglo XVII, destacó en la pintura de género y las naturalezas muertas. Los Francken, seis nombres de primera y segunda generación, formaron un influyente y prolífico grupo artístico y su jefe, Ambrosius el Viejo, se erigió en un personaje famoso por su talento, temido por sus influencias y criticado por sus cambios políticos y religiosos.

En 1577, los vecinos de Amberes eligieron un ayuntamiento calvinista y, para sorpresa de las autoridades y fieles católicos, Ambrosius Francken cambió de bando. Justificó su actitud en las represiones del Duque de Alba y Juan de Austria y se convirtió en un celoso cumplidor de la llamada iconoclastia silenciosa, una orden municipal de 1581, que implicó la eliminación sistemática de imágenes y pinturas católicas de los templos y lugares públicos, salvo excepciones determinadas por la calidad suprema de los trabajos.

Trazó, ilustró e imprimió libelos contra el clero de Roma, airados y escatológicos, agrupados en una serie titulada El destino de la Humanidad. Y por su obediencia y servicios prestados al frente de Juan Calvino, ocupó un lugar preferente entre los artistas seleccionados para sustituir las obras destruidas y fue elegido decano del Gremio de Pintores de San Lucas en 1582. Pero ahí no quedaron sus saltos entre credos y políticas; tres años después, cuando las tropas de Alejandro de Farnesio recuperaron Amberes, el mutable Ambrosio hizo saber a las autoridades restauradas que era, otra vez, católico.

Con eso y con todo, Ambrosius Francken fue un excelente artista que, con la base del rigor flamenco, sintetizó las pautas de la Escuela de Fontaieneblau aprendidas en sus mocedades, graduó y contrastó el colorismo veneciano y le dio el crédito naturalista que el llamado estilo nórdico sostuvo desde el gótico tardío hasta el primer barroco.

Curiosamente, el encargo al decano de la Gilda del Puerto de Amberes se concretó en la Institución de la Eucaristía, uno de los dos sacramentos –el otro es el bautismo– que Juan Calvino respetó en su confesión y que, sin embargo, es motivo de las mayores críticas. Sin embargo, el teólogo francés dejó clara «la comunión entre el creyente, la creación y el Dios Trino».

De su producción apenas quedan dos grandes trabajos localizados en el Koninklijk Museum (Martirio de San Crispín y San Crispiniano, y Multiplicación de los panes y los peces), una pequeña grisalla (Jesús bendiciendo a los niños) en el madrileño Lázaro Galdiano y esta obra singular, tan plena de méritos plásticos como, según me comentó un cardenal italiano al que tuve el placer de enseñársela, «de utilidad ecuménica porque vale para católicos y calvinistas».