Opinión
Realidad y deseo
Un hombre es su hambre. También lo es una mujer, claro, pero me sabrán perdonar el juego de palabras porque viene al caso para lo que quiero decir. Un hombre es su hambre, y cuando conoces el hambre de alguien entonces puedes dominarlo.
Si quieres ser libre, la única opción es no tener deseos, librarse de la pesada carga de anhelar algo. Esto se aproxima al nirvana y ya sabemos que es extremadamente difícil de alcanzar, hacen falta años de meditación y de ir desprendiéndose no solo del deseo, sino también de la frustración, del sufrimiento que conlleva no alcanzarlo.
Claro que existen sucedáneos que ayudan a andar por la vida un poco más suelto, ya que libre, lo que se dice libre, solo se es cuando nada se espera. Uno de esos sucedáneos consiste en controlar la intensidad del deseo. No querer nunca nada con tanta fuerza como para estar dispuesto a entregarlo todo para satisfacer lo que codiciamos. Y, sobre todo, no dejar que se te note. Cualquier vendedor, por malo que sea, sabe que si alguien muestra interés hay que subir el precio.
Luis Cernuda, uno de esos poetas más citado que leídos, llamó “La realidad y el deseo” al compendio de su obra, esencialmente porque sobre esos conceptos pivotaba el núcleo central de su obra lírica. La realidad y el deseo suelen estar en disputa, la que media entre el conflicto subjetivo y las dimensiones objetivas de la vida. Y el problema viene cuando estás dispuesto a que tu ego se sobreponga a todo y ya no te importa lo que cueste satisfacer tu afán.
Nadie más vulnerable que quien desea, nadie más expuesto a ser manejado por quien tenga la llave mágica del objeto de su deseo. Por eso no conviene fiar tu suerte a alguien que quiere algo fieramente. Te venderá si es necesario, no por lograr su aspiración, sino por la simple posibilidad de conseguirla.
Mejor buscar alguien más equilibrado. Hace muchos años, casi lo había olvidado, escribí un cuentito sobre el equilibrio, esa rareza. Yo, entonces, veía el equilibrio como una diosa: «pocas criaturas han recibido los dones de esta divinidad, a la que representaban como una alondra sin ojos que vuela en la oscuridad. Sus sacerdotes eran elegidos cuando tenían una edad muy avanzada, pues se creía que sólo en la senectud se podía acercar uno al misterio de la equidad. Era imprescindible haber criado muchos hijos y tenido una vida agitada. Se rechazaba a los postulantes que fueron contemplativos y a los que jamás se equivocaron. En la iniciación, los novicios se intercambiaban los zapatos con los mendigos de la ciudad y la ropa interior con las muchachas de las familias más ricas».
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