Opinión

El estigma de las migraciones, también entre migrantes

Menores migrantes rescatados en una embarcación junto a las Islas

Menores migrantes rescatados en una embarcación junto a las Islas / Carlos de Saá/Efe

Que hay racismo en los medios, en la sociedad y en la política no es una novedad. Que la migración está instrumentalizada en el debate público, tampoco. Y que todo eso permea en chavales de instituto, que acaban repitiendo lo que escuchan sin saber bien lo que dicen, no debería sorprender –pero sí indignar– a quienes conozcan esta realidad. La sorpresa viene cuando los adolescentes migrantes e hijos de migrantes son quienes reproducen los discursos sesgados y racistas sobre las migraciones.

Como parte de un proyecto, estoy impartiendo talleres y haciendo encuestas en varios institutos de Barcelona; una ciudad con una alta proporción de población extranjera. En esta dinámica se cruzan dos temas fundamentales: las migraciones y la alfabetización mediática. Esto último responde a las destrezas y capacidades críticas para navegar en un mundo hiperconectado, entender y analizar los contenidos de los medios y saber hacer frente a la desinformación, bulos o noticias falsas.

Las competencias mediáticas entre adolescentes son muy limitadas, como destacan muchos estudios realizados en los últimos años. La juventud consume de forma voraz y acrítica los medios de comunicación, muchas veces sin ser capaz de diferenciar la información falsa de la verdadera. Esto hay que matizarlo. Sería un error poner todo el peso de una responsabilidad tan grande en la juventud, dado que sin una formación adecuada –que a menudo no existe– es muy difícil entender los medios y razonar sobre su uso (que no es lo mismo que saber usar la tecnología, en lo que sí van sobrados). Esto se complica más en el contexto de las chicas y chicos que están ahora en edad escolar, a quienes se les dio un móvil y una tablet cuando todavía estaban prácticamente en la cuna, pero nadie les explicó cómo usarlos de forma razonable.

Sabiendo esto, cabría presuponer un conocimiento bastante limitado sobre los medios en un instituto con un alto porcentaje de estudiantes migrantes o con familia migrante pero, por estar empapados de su propia realidad, tendrán menos prejuicios sobre lo que es migrar. Sin embargo, lo que me encontré fue otra cosa.

Casi todos los alumnos de la clase a la que acudí pensaban que más del 50% de migrantes que llegan a España lo hacen de forma irregular. Incluso hubo tres alumnos que aseguraron que son el 100%. Los datos reales, disponibles a través del Instituto Nacional de Estadística y el Ministerio de Migraciones, lo desmienten: la inmigración irregular no supera el 3%. Destaca el hecho de que no saben exactamente qué significa migrar de forma irregular y, me atrevo a conjeturar, probablemente una buena parte de la sociedad tampoco lo sepa. Lo asocian con algo malo y delictivo porque eso es lo que se escucha. La palabra ‘inmigrante’, entre niñas y niños que lo son o tienen estrechos contactos, está impregnada de connotaciones negativas.

Ser migrante no es, en ninguna circunstancia, garantía de que se entiendan estos flujos o se perciban sin sesgos. Tampoco de tener una actitud abierta hacia la inmigración. Y no es tan extraño que suceda. Las migraciones son fenómenos muy complejos que a menudo no se explican en su contexto ni en su profundidad, sino que se simplifican y polarizan con fines políticos (no solo desde las instituciones). Se utilizan, ni más ni menos, como cortinas de humo y chivos expiatorios.

Cuando la migración se presenta reiteradamente como algo malo que debe ser controlado u erradicado, nace un sentimiento lógico: querer diferenciarse y marcar distancia. En la dicotomía del buen y el mal migrante, surge la tentación de decir ‘yo no soy como esos, yo soy de los buenos’ para desmarcarse de lo que una y otra vez se ha señalado como malo. Suele ser, además, una decisión que no se toma de forma consciente, al igual que no se decide, solo porque sí, sentir miedo, odio o rechazo hacia las personas migrantes. Al contrario, esto sucede cuando se acumula el odio ajeno de discursos que no se analizan de forma crítica. Se estanca así el conformismo con versiones sesgadas.

Aspirar a un remedio fácil e instantáneo para arreglar esto también equivale a simplificar una realidad muy compleja. Pero está claro que algo hay que hacer para que, por un lado, se dé una formación mediática adecuada y, por otro lado, se entiendan las migraciones como lo que son: fenómenos normales y lógicos de la evolución humana que siempre han existido y siempre existirán, por muchos impedimentos que se les pongan. La respuesta es tan simple y tan compleja como educar desde la base, y para eso hacen falta reformas profundas no solo en los planes educativos, sino en la formación del profesorado, que también tiene muchas carencias en ambas direcciones.

Todo empieza por entender que las personas se han movido por el planeta desde siempre porque el desplazamiento es intrínsecamente humano. También lo es la información: la usamos todos los días para tomar decisiones, orientarnos por el mundo y comprenderlo. Por eso, una cosa no puede desprenderse de la otra. Y también por eso, entender las migraciones contribuye a formar sociedades más críticas, lo que las ayudará a detectar dónde nace la discriminación y, si tienen la voluntad y la bondad necesarias, busquen maneras de combatirla.