Opinión | Observatorio

Juan José Martínez Jambrina

Sin techo ni ley

Sin techo ni ley

Sin techo ni ley

La cineasta francesa Agnès Varda filmó hacia 1985 una excelente película llamada Sin techo ni ley, que protagonizó una gran actriz: Sandrine Bonnaire, haciendo el papel de Mona Bergeron, una joven a la deriva por la vida que ejerce de protagonista y tema clave de la cinta. El film se abre con el cuerpo congelado de una joven, que aparece tirado en una zanja junto a una carretera en el sur de Francia. Fue el último viaje de Mona Bergeron, una persona que había tenido una vida interesante, con un buen nivel adquisitivo, pero que un día decidió llevar su libertad personal hasta las últimas consecuencias. Intentando borrar la hipocresía y la impostura de su vida se fue quedando sola: el choque con familiares y amigos fue catastrófico, arrojándola al vagabundeo y la mendicidad. Mona deambula sin rumbo por la vida, «más que errancia, lo tuyo es un error», le dicen. La actitud desesperanzada de la mujer que rompió sus puentes con la vida es difícil de soportar para el espectador neutral pero mucho más para la gente que se va encontrando en su viaje mostrando que la insatisfacción permanente con la vida es un rasgo demasiado frecuente en nuestra sociedad. «Demostrando que está fuera del sistema lo que hace es reforzar el sistema que la está llevando al colapso», le dice una hermeneuta adinerada que no duda en abandonarla en mitad de la campiña y bajo una copiosa nevada. El único que parece entenderla es un vendimiador argelino cuya actitud ante el inminente colapso de Mona es un respetuoso silencio y una cariñosa mirada hacia todo lo que ella le cuenta o enseña.

Hace unos días, el periodista y escritor Jorge Bustos ha publicado CASI, su mirada sobre el Centro de Acogida San Isidro, el mayor albergue para personas sin hogar de Madrid y tal vez uno de los mayores de España. El libro de Bustos es interesante, se lee con la facilidad de una novela y aunque trata de huir del periodismo social cae de pleno en esa mirada. Bustos consigue una rara panorámica del sinhogarismo, de la amplitud de sus miserias, pero acaba quedándose con aquellos habitantes del Hades cuyo relato es seductor, que habiendo vivido en el cielo del bienestar ahora comentan lo efímero del mismo y lo fácil que se llega a la invisibilidad social. Salvo si te la tropiezas cada mañana al salir de tu casa al ir a trabajar, que es lo que le sucede al autor y le mueve a escribir este libro. Su discurso está muy marcado por la explicación que le da una persona que le enseña el centro: la salvífica teoría de los traumas: «en la vida todos tenemos dos o tres traumas importantes pero muchas personas que llegan aquí lo hacen tras haber sufrido cinco o seis reveses durísimos en la vida y eso les hace caer rodando pendiente abajo hasta llegar a esta indigencia y sin capacidad para salir de ella». Ciertamente, esta es una respuesta confortante para quien trabaja intentando remendar vínculos afectivos a base de recursos materiales o escuchas alquiladas. «Está hecho un desastre, pero nada de lo que le ofreces le sirve». El trauma, ahí está el trauma. Es lo que mi amigo Pino Riefolo asume como explicación de la psicopatología de algunos habitantes de la miseria por las calles romanas como presidente la asociación Salud Mental contra la Exclusión Social en su rama italiana. Pero Riefolo trabaja sobre todo con inmigrantes llegados de países lejanos y con serias dificultades para poder volver atrás porque tampoco en su casa les espera nadie. Roma es una de las ciudades más golpeadas por el sinhogarismo. Y no es por falta de recursos. En Roma trabajan once instituciones en este terreno. No es cierto que la exclusión social no genere un identitarismo. Claro que lo hace, pero entre los profesionales del asunto más que entre quienes lo sufren, que también sucede con frecuencia. Las instituciones romanas atienden desde nueve entidades sin ánimo de lucro. Once instituciones y nueve entidades subrogadas. Y en Roma murieron hace dos años más de 200 «homeless» en sus calles. Diríase que más que recursos lo que falla es la coordinación entre los mismos. La asistencia está fragmentada y caóticamente dirigida. Lo que un centro acepta bajo su manto puede ser rechazado por otro dispositivo al día siguiente con la excusa de «esto no es nuestro». Y este es otro trauma. Y otra vez, revictimizados, odiosa palabra.

Yo quería hablar de la escasa consistencia técnica de conceptos como «exclusión social» o de «sinhogarismo». Pocos sintagmas han causado tanto daño a los marginados, a los pobres de solemnidad (sí, a aquellos que en el franquismo tenían un carnet que así les acreditaba para acceder a la asistencia sanitaria), a los vagabundos, a los «clochards» y también a personas con problemas con el alcohol y las drogas y a algunos enfermos mentales, que también los hay aunque en número poco relevante: ni los desahuciados les quieren a su lado ni ellos encuentran sosiego entre el rebaño porque lo suyo, lo que les define es su búsqueda del autismo adiafórico. No se puede englobar bajo un mismo concepto a personas de biografías tan distintas unidas por no tener un techo donde dormir o una cuenta corriente vacía de euros y llena de deudas. Joseba Achotegui, el defensor del «Síndrome de Ulises», gran conocedor del inmigrante africano, y Robert Castel son dos grandes detractores del concepto de «exclusión social». También han escrito tesis brillantes sobre el tema varios sociólogos contemporáneos. Pero «el excluido» es un concepto muy publicitario, escasamente analítico pero que nos llena el alma de solidaridad.

«Como nadie reclamó el cuerpo, éste pasó de la zanja helada a la fosa común. Me pregunto quién se acuerda de ella entre los que la habían conocido de niña. Pero los que la conocieron hacia el final sí la recordaban. Gracias a ellos puedo contar sus últimas semanas. Ella les había impresionado. Hablaban sin saber que estaba muerta. No quise decírselos. Ni que se llamaba Mona Bergeron. Yo misma sé poco de ella aunque creo que venía del mar», remata Agnès Varda su mirada cariñosa y afilada sobre aquella joven que murió congelada, fundida con la tierra helada.