Opinión | SANGRE DE DRAGO

El sentido de responsabilidad

El Papa Benedicto XVI, en una foto de archivo.

El Papa Benedicto XVI, en una foto de archivo. / CONSEJO HHYCC

Ni todo, ni nada; algo hay que transmitir haciendo partícipe al educando del esfuerzo de aprendizaje. La historia siempre pivota entre extremos: o los hijos son un recipiente vacío que hay que llenar de conocimiento, de saberes competencias o destrezas, o, por otro lado, encierran en sí todas las posibilidades que hemos de ayudar a extraer sin transmisiones externas que condicionen su original creatividad personal. Esta dicotomía es una falacia. Hay que transmitir dejando espacio para el peculiar desarrollo de la individualidad. Los conocimientos se transmiten.

El punto más delicado de la acción educativa es, sin duda, encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y disciplina. Sin reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día a día también en las cosas pequeñas, no se forma el carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro. Pero la relación educativa es ante todo encuentro de dos libertades, y la educación bien lograda es una formación para el uso correcto de la libertad. A medida que los hijos crecen, se convierten en adolescentes y después en jóvenes, debemos aceptar el riesgo de la libertad, estando siempre atentos a ayudarles a corregir ideas y decisiones equivocadas. En cambio, lo que nunca debemos hacer es secundarlos en sus errores, fingir que no los vemos o, peor aún, que los compartimos como si fueran las nuevas fronteras del progreso humano.

No se trata de activar el principio de autoridad, sino que la educación no puede prescindir del prestigio, que hace creíble el ejercicio de la autoridad. La autoridad es fruto de experiencia y competencia, y se adquiere sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, expresión del amor verdadero. El educador es un testigo de la verdad y del bien; ciertamente, también él es frágil y puede tener fallos, pero siempre tratará de ponerse de nuevo en sintonía con su misión. Es la vida del educador la que educa.

No sé si somos conscientes de que, en la educación, es decisivo el sentido de responsabilidad: responsabilidad del educador, pero también, y en la medida en que crece en edad, responsabilidad del hijo, del alumno, del joven que entra en el mundo del trabajo. Es responsable quien sabe responder a sí mismo y a los demás. La responsabilidad es, en primer lugar, personal; pero hay también una responsabilidad que compartimos juntos, como ciudadanos de una misma ciudad y de una misma nación, como miembros de la familia humana. De hecho, las ideas, los estilos de vida, las leyes, las orientaciones globales de la sociedad en que vivimos, y la imagen que da de sí misma a través de los medios de comunicación, ejercen gran influencia en la formación de las nuevas generaciones para el bien, pero a menudo también para el mal.

El Papa Benedicto XVI en su encíclica Spes Salvi nos propuso que sólo una esperanza fiable puede ser el alma de la educación, como de toda la vida. Hoy nuestra esperanza se ve acechada desde muchas partes. Y no debemos desesperar como si estuviera perdido el partido y no quedara más remedio que rendirse a la inevitable decadencia de la acción educativa de la que padres, maestros y docentes en general hablan permanentemente.

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