Opinión | Artículo indeterminado

La posesión

Galletas de Navidad.

Galletas de Navidad. / Shutterstock

Estaba preparada para volver por mis fueros, como cada año por estas fechas, y dedicar la columna a mi topos favorito, que no es otro que despotricar de la Navidad y sus efectos colaterales para dar la razón a quienes me suponen enfadada con el mundo, siendo yo unas castañuelas y la alegría de la huerta.

Los incautos que alguna vez me han leído y los otros incautos que son mis amigos saben que odio el amplio espectro de estupideces que rodean a estas fiestas. No esperarán de mí, pues, que escriba acerca de lo maravilloso del frío, de las múltiples bondades de ponerse abrigo y botas, de los villancicos y los licores tuneados con sabores loquísimos, de las aglomeraciones y las cenas de empresa.

Lo tenía todo pensado. Iba a empezar afeándoles esa querencia que tienen por la iluminación, haciéndoles entender que a mí las luces de estos días me parecen, en general y sin excepción, una horterada. Y que sé que son buenas para el comercio local y que los niños disfrutan con ellas, y que pueden hasta traer consigo mayorías absolutas si logran verse desde el espacio. Pero –pensaba yo interpelarles– díganme, de verdad, con el corazón en la mano, que les encanta andar por las ciudades como ciervos deslumbrados por los faros de un coche. Díganme sin sonrojarse que les parecen bonitos los arcos tan cuajados de bombillas que deberían llevar un cartel que avisara, como las películas, a la gente fotosensible. Cuéntenme que disfrutan de esas combinaciones cromáticas solo superadas por las visiones de un viaje lisérgico, como si se hubiera consumido ácido, peyote y ayahuasca, todo a un tiempo. Atrévanse.

Todo esto andaba yo pergeñando soltarles a bocajarro cuando, saturada por una versión del Ave María que anda perpetrando Mariah Carey, decidí salir a pasear por un parque cercano para despejarme. (¿He escrito «pasear»? Es un decir. Yo por los parques no paseo, corro que me las pelo, porque me he dado al true crime y no hago más que ver asesinos detrás de cada árbol). Así que corría yo desesperadamente por ese parque cuando, de pronto, empecé a pensar de otra manera.

La Navidad –cavilaba yo, mientras cruzaba el recinto en tiempo récord, como si fuera a ir a las Olimpiadas de París, mirando a diestra y siniestra– nunca me ha hecho más feliz de lo que ya soy en noviembre. Sin embargo, esta podría ser una buena ocasión para reconciliarme con ella. Quizá haya llegado el momento de pactar con diciembre y asumir que la hipocresía no es tal. Que todos, cuando nos deseamos lo mejor entre vapores etílicos, queremos realmente lo mejor. Que las calles y los escaparates no están iluminados para que compremos sin tino, sino porque, verdaderamente, todo conspira para hacer que nos sintamos más felices y arropados. Que las opíparas comidas que acabarán resecas en los tuppers no engordan tanto como pensamos porque, al fin y al cabo, son caseras. Y están hechas con amor. Del bueno.

En fin, que la Navidad es, de verdad, una época entrañable, un oasis en medio del desierto emocional diario, que sirve para que nos demos cuenta de cuánto nos queremos.

Todo esto pensaba yo mientras trotaba por un parque a las nueve y veinticuatro de la noche.

Lo que me sugiere varias cosas:

Tal vez correr no sea tan sano como dicen.

Quizá en esta ciudad riegan el césped de los parques con algún psicotrópico.

O –esta es la hipótesis más probable– es urgente que llamen ustedes a un exorcista que me saque del cuerpo, cuanto antes, este inoportuno e incómodo espíritu navideño.

@anamartincoello

Suscríbete para seguir leyendo