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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

Droga dura

No vengo a descubrir aquí la alienación de los medios de masas, que es cosa vieja y que, contra lo que pensamos, se ha producido, reproducido y estudiado en el siglo pasado lo suficiente como para que no caigamos en el adanismo de pensar que lo hemos inventado nosotros ahora.

Puede ser una percepción falsa, fruto de lo que los expertos llaman el filtro burbuja, es decir, la información personalizada que decide el algoritmo que recibamos cada uno de nosotros cuando entramos a las redes. Tal vez me he descuidado y he dejado que se cuele el ruido donde antes había una relativa calma, toda la que se puede tener en este océano proceloso en el que vivimos, pero tengo la impresión de que cada día se reduce más el espacio para la reflexión y la escucha, de que estamos irremediablemente habitados por criaturas compulsivas, cuyos dedos y lengua están prestos a desatarse con cualquier mínimo comentario que nos chirríe o no encaje en nuestro pensamiento.

Y no sé si la crispación se origina en espacio virtual y luego se traslada a la calle o viceversa, tal vez sea algo simultáneo, los estudiosos dirán. A mí se me hace que este recopilar todo lo que pasa en las redes y amplificarlo luego en los medios tradicionales tiene bastante que ver en ello.

Pero es un hecho que le gritamos a la tele, al tertuliano al que detestamos, a la colaboradora que no soportamos y a la que, paradójicamente, no podemos dejar de ver. Es más: seguimos viéndolos para poder seguir insultándolos, que sale más barato que ir a yoga y es menos cansado.

No pasamos de largo por ningún asunto, ya sea la falta de una coma en un texto académico, el color de la piel de la nueva sirenita o los dedos torpes y las malas maneras del nuevo monarca inglés. Nada se nos escapa y en todo, nos incumba o no, nos deje o no de afectar, nos dejamos la energía, como si esta fuera inagotable y perenne.

Y no lo es. Y, como no tenemos fuerzas ilimitadas, no puede ser que en todo pongamos el alfa y el omega. No puede ser que todo nos indigne por igual. Habrá que empezar a elegir por qué cosas merece la pena cogerse un sofoco, por cuáles salir a la calle a protestar y por cuáles, sencillamente, pasar de largo.

Si todo es importante, nada lo es.

Si se nos va la fuerza por la boca o por el dedo devolviendo insultos y rebatiendo provocaciones calculadas de gente cuya cara no hemos visto, a lo mejor, por eso –es solo una idea– no nos quedan luego energías para unirnos y reclamar lo que verdaderamente afecta a nuestras vidas y a nuestros derechos como ciudadanos.

Si perdemos una mañana entera discutiendo con @trollmolesto_564, que tiene como foto de perfil al pato Lucas y tiempo ilimitado para insultarnos y sacarnos de quicio, lo siguiente será pasar la tarde descargando la frustración con los amigos, la pareja o la cajera del supermercado, que tuvo la mala fortuna de cruzársenos en el camino.

Y así, cada día, en una absurda espiral de comportamientos impulsivos hasta que un día nos descubrimos otros, más cansados, más descreídos, más violentos y más cínicos.

Eso, con suerte.

Sin ella, sin ser capaces de pararnos a respirar, de no ceder a las provocaciones, de dejar la droga dura, el subidón de adrenalina que supone sentirse victorioso de una discusión ficticia que a nadie le importa, de tener siempre la última palabra, de ser el más listo de una manada a cuyos miembros no hemos visto siquiera la cara, estamos perdidos.

Yo la primera.

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