Opinión | Artículo Indeterminado

Me secaba los árboles

Me secaba los árboles

Me secaba los árboles / Pixabay

Todos, hasta los más urbanitas, venimos del campo. Solo hay que rascar en ese saco de secretos, a menudo oscuros, que es el árbol genealógico para darnos cuenta de ello. Árbol se llama, ¿ven?

Todos venimos del campo, solo que algunos hace muchas generaciones que lo olvidamos. Y por eso no deja de parecernos incómoda esa atracción enfermiza que persiste, aún, en muchos lugares, por la tierra y, sobre todo, por sus límites.

Por esa curiosidad que espero no perder nunca, leo y veo mucho sobre esa relación atávica y casi sobrenatural con el terreno y su posesión. Con la linde, que viene a ser el equivalente, en pequeño, a las fronteras por las que tantas guerras hemos armado los que nos venimos llamando civilizados y vivimos en las ciudades.

Por las lindes –como por las fronteras y las guerras– se han roto matrimonios, se han peleado familias y se han cometido, tal vez, los crímenes más horrendos que se recuerden.

«Mi parcela es mía y no quiero que me la toque nadie, porque el campo lo llevamos en los genes. Le tenemos mucho cariño a la tierra». Así escuché defenderse, hace poco, a un paisano que, junto con su hermano, había acabado con la vida de un ciudadano extranjero que cometió la osadía de irse a vivir a un pueblo semiabandonado, donde solo quedaba la familia que lo asesinó, y querer mejorarlo. Les sonará mucho porque esta historia, terroríficamente real, inspiró la película As Bestas.

El foráneo, que era holandés, pero lo mismo podía haber sido del pueblo de al lado, tuvo la desgracia de querer recuperar un espacio destrozado por el tiempo y el abandono, de querer que hubiera vida donde hasta entonces solo había olvido, de llevar agua corriente a su parcela, qué ocurrencia, en lugar de caminar kilómetros hasta un pozo y, sobre todo, de «no hacer lo mismo que sus vecinos», como le reprochaba la madre de los homicidas.

Así que no quedó otro remedio a estos labriegos, conectados a «su» tierra con raíces más profundas que los árboles del bosque comunal del que sacaban provecho exclusivo, que deshacerse del insolente invasor, cuya finca, comprada legalmente, ellos sí podían pisar a placer porque llevaban allí toda la vida.

Pareciera cosa del Lejano Oeste, del Mabinogion, de los celtas antiguos, pero la tierra, su posesión, tira más que la sangre.

El verano que me enteré de que un hombre rumió durante meses, tal vez años, el asesinato de su propio hermano por unas parcelas a su juicio mal repartidas, no pude dormir durante días, intentando encontrarle sentido a esa especie de atracción enfermiza que ejerce la tierra sobre aquel que se cree su dueño.

La visión de ese hombre, tal y como relataban los vecinos, cada vez más hosco, más metido en sí mismo, más absorbido por su obsesión, huraño y esquivo, vigilante siempre, hasta que consumó el fratricidio, me quitaba el sueño, y aún hoy sigo sin poder alcanzar a entender cómo es posible que se dé tal embrujo que ya no seas tú quien posea la tierra, sino que sea ella la que, tirana, celosa, dirija tus pasos y te lleve, si es necesario, al precipicio.

La tierra le susurraba, sin duda, cosas tremendas a este habitante de los montes de Castilla, que fue capaz de relatar ante el juez cómo partió en dos, de arriba abajo, con un hacha, a su hermano. Y como argumento irrefutable de lo pertinente que era ese crimen, de la maldad más absoluta que se había adueñado del cuerpo de quien fuera su compañero de juegos, de infancia, de vida, declaró lo que sin duda, a sus ojos, le eximía, para siempre de todo pecado: «Es que, por la noche, me secaba los árboles».

@anamartincoello

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