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Ana Martín

Artículo Indeterminado

Ana Martín

De las nuestras

En los años 80, en mi entorno había tantas Tamaras, que llegué a pensar que era un nombre guanche. Mi padre me explicó que significaba palmera. Entonces comencé a preguntar, una a una, a la invasión de Tamaras de mi colegio y mi barrio si ellas o sus padres eran naturales de La Palma. Solo cuando supe que Isabel Preysler, esa asceta de la buena vida, había llamado a su hija así, me di cuenta de dónde venía la cosa. Y me olvidé del tema.

Hoy, por encima de la guerra, de las fatigas y de la inflación reina esa Tamara, Tamarísima, omnipresente y omnisciente, a la que ahora hay que llamar marquesa, porque ya hemos visto cómo se ponen las nobles si las periodistas osamos apearles el tratamiento.

Esa Tamara nos es simpática a las muchachas del pueblo, porque se hace la ingenua, pero no. Tiene una manera de hablar insufrible, si bien hipnótica, que nos impide cambiar de canal si aparece en la tele, como cuando de pequeños nos sentíamos atraídos por el peligro, como cuando vemos una película gore con las palmas de las manos entreabiertas sobre la cara. Entre la fascinación y el horror. Y tiene, también, sus golpes, que nos hacen reír por inesperados y naifs. Tanto, que ni reparamos en lo que hay detrás de ellos.

Y hete aquí que Tamara se enamora de un joven fiestero, un estereotipo andante con luces y cascabeles, al que se le ve venir desde tres calles más allá. Todas lo vemos venir, digo, menos Tamara.

Ella, que se ha entregado a la vida contemplativa —pero sin celibato, no vayamos a exagerar—, a pesar de haber crecido en ese mundo donde las bragas de mercadillo no existen y si existen deberían ser prohibidas por insalubres, se ha enamorado de un infiel en serie, como todas y cada una de nosotras en uno o varios momentos aciagos de nuestra vida. Se ha enamorado tanto, que aunque el tipo hubiera ido desnudo, pintado de verde fluorescente y toreándola con un capote, ella no habría reparado en nada y habría seguido, agarrada de su mano, sonriendo a la prensa como solo sonríe la gente que cree que una hipoteca es una cosa tercermundista de muy mal gusto.

La imaginamos enfadada con alguna de esas almas caritativas que, sin duda, la llamó para contarle, por su bien, que al novio dizque lo habían visto, parece ser, en una actitud claramente cercana al intercambio de fluidos con una chiquita equis.

La imaginamos, también, pegándose una maratón de rezar el rosario, con esa fe tan curiosa que tiene la gente que pide para otros, para que Dios rehabilite a todas esas lenguas anabolenas que no viven sino para el chisme.

Y la vemos, luego, cayendo en su error cuando las evidencias son tan apabullantes y públicas que ya no puede mantener más el tipo. Y habla en prime time y nos encandila con su dignidad y su humildad al reconocer que teníamos razón y ella estaba ciega y se acabó porque yo me lo propuse y sufrí.

Y, de golpe, la elevamos a los altares y queremos ser sus amigas, porque nos encanta que tropiece y se levante y poder decirle, maternales y sabias: «te lo advertimos».

Y nos olvidamos de que Tamara no sería amiga nuestra ni en siete mil vidas, porque a ella le va más la gente de Hazte Oír, la gente que combate el feminismo y la igualdad, fan del Valle de los Caídos, detractora de las vacunas, que ve el pecado en todas partes. Esa gente.

Nos creemos que Tamara es de las nuestras, pero Tamara no quiere para nosotras lo que nosotras queremos para ella.

Y me duele reconocerlo, queridas, pero a veces no somos más bobas porque no entrenamos.

@anamartincoello

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