La infinitud de Marruecos

El país vecino invita a perderse en sus olores de menta, noches musicales y su combinación entre tradición y modernidad

Marrakech

Marrakech / M. A. / Con Estilo

Martina Andrés

Hay tajines colocados en los balcones, gatitos lamiéndose por todas partes, en bandejas, debajo de los coches, y casi todo huele a menta. Así recibe Agadir, la primera ciudad que visito de Marruecos; la primera vez que pongo los pies en África. Hay banderas por todas partes, como gritándote que sí, que estás en Marruecos, aquí, aquí, aquí. También hay muchas barreras, como que parece que hay cierta obsesión por la seguridad, la misma que tienen los policías por dejarse bigote. En un vuelo desde Las Palmas de Gran Canarias, aterrizamos en el aeropuerto a las 10.30 de la mañana, la fachada naranja, decoraciones verdes, un sol que calienta pero no abrasa. 

Hay tantos estímulos que me distraigo con cualquier cosa, tienen que tirar de mí. Pedimos un taxi que nos lleva hasta nuestro alojamiento, la casa de Rafik. Allí tomamos té en la terraza, intercambiamos preguntas e impresiones, qué autobús coger para ir a Marrakech, dónde ir, ¿todo el mundo habla francés en Marruecos? El té está ardiendo y delicioso, la menta y el azúcar, el ruido del chorrito al deslizarse por la tetera y caer en el vaso. 

Después, vamos al mercado. Como es domingo, está todo abierto, entero, miles de puestos como bocas que te tragan y te absorben, cientos y cientos de productos, especias, resina de eucalipto, jabones, ropa de todas las marcas, joyas, frutas, zumo de naranja. Conocemos a Jamal, que nos enseña todo su arsenal de productos, nos da a oler comino, cúrcuma, pimentón y no sé cuántos polvos de colores más. Suenan tambores todo el rato: también venden instrumentos y hay unos chicos que los tocan sin parar, sonriendo, mientras desde abajo un niño salta y anima a su abuela, desde la silla de ruedas, a que también vibre como él al ritmo de las panderetas y tambores. 

Por la noche, vamos a dar un paseo y vemos parte de la vida nocturna de Agadir. Clubs, discotecas, chicas en vestidos y tacones, la mayoría de mujeres tapadas por completo, excepto la cara, pero con ropas muy bonitas también, maquilladas, muchas con niños. Llegamos al lugar al que nos quiere llevar Rafik: La Bodeguita. Hay billar, la pared llena de botellas de alcohol, una batería que descansa en un rincón que hace de escenario con una bandera del Che Guevara detrás. Casi todos los grupos que hay son de hombres, a excepción del nuestro y de otro de varios chicos y dos chicas jóvenes que se ríen y tararean las canciones que van sonando: Bohemian Rapsody, Loosing my religion o Titanium. Esto también es Marruecos. 

Al día siguiente, cambio de ciudad. La plaza de Jamaa el Fna de Marrakech huele a carne especiada a la brasa y suena a tambores desenfrenados, sin pausa. Nos perdemos en su oscuridad, no hay farolas, solo la luz de las candelas y de las lamparitas que se venden en el suelo. Las mujeres que te ponen la henna en las manos, las bandas de música rodeadas de gente jaleando, los cuentacuentos que parecen griots a los que todos escuchan en la noche densa y negra. 

El burumbumbum que no para, no para, y caminamos, nos ciegan las luces y pienso que estoy hipnotizada, siendo presa de un hechizo que me va a llevar a sumergirme en una espiral de desenfreno. Marruecos tiene mucho que ver, que ofrecer, que hacer sentir. Es como si fuera infinito.