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Fotos

Un tanque de Israel en la Franja de Gaza.

Un tanque de Israel en la Franja de Gaza. / EFE

Cuando enciendo el ordenador, la imagen que cubre la pantalla es una foto tomada en los charcos de Punta del Hidalgo hace unos años. En ella aparece Luna (la westie), en pie sobre una de esas piedras irregulares que la marea deja al descubierto cuando se aleja a descansar. Observa, fijamente, el agua del charco más cercano, donde probablemente percibe una figura blanca que no sabe que es la suya. A lo lejos, unos surfistas disfrutan del mar mientras que ella, jalonada por los rayos del sol que se filtran en la fotografía, permanece inmóvil, como intentando descubrir el misterio de aquel desconocido elemento líquido que tampoco le es familiar.

Presiento que, en caso de verme obligada a abandonar el hogar con urgencia, trataría de salvar esos recuerdos de momentos fugaces que, a medida que pasa el tiempo, más valoramos: las fotografías. Aunque, en mi caso, en papel.

Sé que ahora podemos guardarlas en una nube o similar, que nada se pierde porque gira, herméticamente, en un mundo de servidores almacenados en centros de alta seguridad, pero yo no quiero fotos intangibles, quiero poder acariciar con los dedos rostros que ya no están sino reflejados en ellas, quiero apretarlas contra mi pecho y escuchar ciertas canciones que se repiten hasta en silencio, quiero hablarles e imaginar cómo sería el ahora de los que ya sólo existen en el reflejo de las fotografías.

La ONG para la que trabajo como voluntaria edita, cada año, una memoria que se ha ido convirtiendo en una recopilación de la tarea de esos 12 meses pero, también, en un escaparate de, lo que yo llamo, personas dispuestas. En su interior, profesionales de esa asociación, colaboradores y del mundo sanitario conforman ese apoyo desinteresado y generoso. En la edición que se reparte en 2024, la fotografía de la portada es de la empresa audiovisual I Love The World (muy conocidos por sus extraordinarios trabajos que, ignorantes como yo, empezamos a conocer solamente a raíz de la erupción del Tajogaite). Está tomada en La Gomera y refleja esa inmensa escultura de magma que son Los Órganos. El rojizo de la piedra, seguramente que por el efecto del sol, con el azul del océano es estremecedor y ahí estuvo fugazmente alguien, un profesional que supo calcular la altura que debía recoger, el filtro a utilizar, la forma de la impresión…

Un arte capaz de mostrar dos realidades contrapuestas: el horror del hambre y la sed de niños y adolescentes en la frontera sur de Gaza, desesperados, entre gritos y empujones por acceder, con cacharros y cubos y a través de una reja, a un hombre que, desde el otro lado, reparte alimentos cocidos de un viejo caldero (Abed Zagout/Anadolu/Getty) y que demuestra lo que estamos permitiendo en países a gente como nosotros o, por el contrario, las bellas imágenes que Andrés Gutiérrez hace en este periódico. ¿Quién sabría lo que puede decirnos la mirada de un picapinos si él no nos lo hubiese mostrado?

El milagro de la fotografía que nos evidencia la realidad más espantosa en ese primer caso y que nos enseña la belleza de lo sencillo en este segundo. Que habla, sin palabras, de nuestro comportamiento mezquino permitiendo la violencia y, al mismo tiempo, de la vulnerabilidad de ese pajarillo que nos mira desconfiadamente desde una rama. Algo debe de saber el animalito sobre nosotros…