Opinión | Aquí una opinión

Aves con y sin alas

Litoral de La Laguna cubierto por las nubes.

Litoral de La Laguna cubierto por las nubes. / @ALICIA_ARMAS

Me dispongo a cruzar la carretera de Las Mercedes para llegar a los contenedores que el ayuntamiento de La Laguna ha dispuesto en la Cruz de los Álamos. Con precaución porque hay curva aunque el tráfico a esta hora dominguera de la siesta es inexistente. Cuando me encuentro ya en la mitad de la calzada aparece una moto gigantesca. El motero, hombre inmenso en moto inmensa, casco apabullante, gafas que me servirían de cinturón y mostachos de malote pega una frenada y, me cede, amablemente, el paso hacia el otro lado. Cruzo y aprovecho para agradecerle el gesto con una casi reverencia.

Le veo perderse carretera arriba, un poco inclinado hacia atrás, tal como van conduciendo de profesionales los moteros de verdad. ¡Ah, amigo, tú no sabes cómo me has alegrado la soleada jornada!

Y es que iba yo ligeramente despistada escuchando el celestial coro que forman los cientos de pájaros que anidan en la cercana casa que visito en esa zona. El drago que albergaba nidos escondidos casi todo el año resultó abatido de puro cansancio. Con él desaparecieron los polluelos que en aquellos días se formaban como nueva tropa de vigías cantores de los alrededores. Pero sus tenaces moradores no tardaron en encontrar nueva vivienda en las cercanías: un grueso muro forrado en ambos lados de tupida enredadera de un jardín donde un amante de las aves les proporciona alimento y donde un ornamento líquido les sirve de piscina para refrescar sus cuerpos alados y fuente donde apagar su sed.

Mientras la jornada se desliza, perezosamente, ellos vuelan, arriba y abajo, escarban en la tierra y en los parterres con césped, entran y salen de esta especie de comunidad a la que, parece, ya consideran su nuevo hogar. Sólo a la caída del sol, se desvanecen en la oscuridad y es un misterio su actividad nocturna, como un pacto al que hayan llegado con los habitantes humanos de la morada: la noche, no es nada fuera de lo común, es, sólo, descanso… Y, la jornada siguiente, de nuevo a luchar, nada raro si tenemos en cuenta que la vida es lo que uno hace cada día. Tanto ellos, como nosotros.

Ignoro los nombres de estos bienvenidos visitantes, si son gorriones o mosquiteros o herrerillos. Sólo diferencio a los mirlos por su aviesa mirada y a las lavanderas por lo coqueto de sus empinadas plumas junto al culete. Dicen que por aquí pasan, también, vencejos y ya me gustaría reconocerlos porque el libro de este título (Fernando Aramburu) es tan perfecto como, dicen, el vuelo de esa ave negra. El autor cuenta que algunos se han mimetizado en personas del entorno seguramente porque, cada vez más, es imposible diferenciar ciertas actitudes humanas de las animales.

Me costó entenderlo pero sólo hasta la pasada semana en que me lo aclaró el presidente del gobierno, el que pactó acuerdos con encausados por delitos contra el Estado (la organización de personas que forman un país, su estructura social, política y económica y las instituciones que regulan la vida como sociedad) con el único fin de que él, como líder supremo (¡madre mía, parece que esté hablando de Kim Jong-un!) continúe aferrado al cargo al que tanto gustillo le ha pillado, mancillando así los deberes y principios de su Partido, que, encima, es del que soy votante. Y es que, al tratar de explicar en el Parlamento correspondiente el porqué de tamaño abuso de poder, quiso carcajearse de su triste opositor y asombrosamente, lo que pretendía ser una burla, se propagó con la ampulosidad de los ecos de un graznido. Y, justo ahí, comprendí la parábola del libro de los vencejos. Y del periodista que llama «gallinero» al Hemiciclo. Y de muchas cosas más, del mundo de los metazoos. ¡Qué tristeza, querer ser ave y carecer de alas!

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