Opinión | Curva a la izquierda

Perder la cabeza

Los estudios apuntan a que existe una mayor prevalencia de soledad no deseada en jóvenes, antes que en personas de la tercera edad.

Los estudios apuntan a que existe una mayor prevalencia de soledad no deseada en jóvenes, antes que en personas de la tercera edad. / Freepik

Comportarse de forma irracional y con falta de control, especialmente si es debido a un ataque de ira. Eso dicen que es perder la cabeza. Pero se está muy cerca de perderla cuando deseas algo muy intensamente o cuando eres incapaz de desear nada y nada te ilusiona. Podemos perderla por mil razones: por amor o desamor –como dice la canción de Manuel Alejandro-, por despecho, por pérdidas familiares, por altos niveles de frustración, por dinero, por estrés… por enfermedad o por desesperación.

Estos tiempos nuestros tan desarrollados, tan digitales, tan cibernéticos, tan fríos, tan acelerados, tan tensionados… son el caldo de cultivo casi perfecto para que perder la cabeza sea mucho más frecuente de lo que usted o yo podamos imaginar. Y, ¿sabe qué es casi peor? Que aún no hemos digerido esa normalidad. Que nos seguimos avergonzando. Que ocultamos en ese agujero negro que ha fabricado nuestra sociedad cualquier tipo de trastorno mental.

Mucha gente, demasiada gente, cree que las enfermedades mentales son inventos. Claro, como no se ven… o no siempre se puede enseñar la patita por debajo de la puerta… pues son inventos de vagos, caraduras o parásitos. Pero es que no hay termómetro para el interior de la cabeza. Si te ven vomitando o con fiebre todo el mundo se pone en guardia… pero si cuentas que no puedes dormir, que el sueño ni se te acerca una noche tras otra… Que el techo de tu dormitorio te ha hipnotizado y que los ojos del alma no se te cierran ni a la una ni a las dos ni a las seis de la mañana… que cada noche percibes que puede ser la última, te miran sin entender nada. Parece como si la cabeza no fuera parte del cuerpo. Y dicen disparates sobre un sufrimiento tan real que parece fingido.

Las depresiones son cruelmente solidarias. Todos y todas, a cualquier edad, podemos padecerlas. Ninguna década es propicia -o lo son todas- para el día en el que las ganas de vivir se te escapan de las manos, para esa fecha maldita en la que solo tienes ganas de tirar de la anilla de la granada del corazón.

Puedes estar pasándolo realmente mal, sentir esa angustia que te oprime el pecho, sufrir ese miedo a cualquier cosa cotidiana –cruzar una calle o perder el control en un atasco-. Pues bien, siempre habrá un necio que dirá que todo es mentira. Aprietas los dientes por la noche como si tu cuerpo fuera a caer al vacío si lo sueltas y llegará el enterado de turno que te dirá que eso es imposible.

Hay quien se pasa décadas diciendo a la gente lo bien que está mientras, detrás de esa máscara, los ataques de depresión y desesperación les está abrasando por dentro. Hay que pedir ayuda. Hay que ir al médico. Cuando los nervios te sujetan del cuello y hacen que una corbata parezca una soga, no te puedes quedar quieto esperando y esperando, pues para perder la cabeza primero hay que tenerla y muchos, cuando se quieren dar cuenta, ya es tarde.

Feliz domingo.

PD Hace unos días nos dejaba Vitalina a los 104 años. La madre de mis amigos siempre fue una mujer que hizo honor a su nombre, pues hasta hace bien poquito desbordaba vitalidad. D.E.P. Para ella mi recuerdo.