Opinión

La ‘Aida’, de Verdi, como denuncia del sistema

Un ballo in maschera Giuseppe Verdi

Un ballo in maschera Giuseppe Verdi / Un ballo in maschera Giuseppe Verdi

Si por algo se han caracterizado siempre los montajes escénicos de Calixto Bieito es por su espíritu deliberadamente provocador, por su deseo de sacar al público burgués de la que podríamos llamar su zona de confort.

A veces funciona; otras no, como por desgracia sucede en su puesta en escena de Aida, de Giuseppe Verdi, que acaba de estrenarse en la Staatsoper de la capital alemana.

La que es sin duda una de las óperas más conocidas y populares del gran compositor italiano se estrenó en El Cairo en diciembre de 1871, es decir, en el apogeo del imperialismo europeo.

Lo cual se refleja sin duda en la monumentalidad de la música y en las emociones que transmite y que van aparejadas a un sentimiento de superioridad de la patria frente a las demás naciones.

El trasfondo de la historia de amor entre Aida, una princesa etíope capturada y llevada como esclava a Egipto, y un comandante militar de este país, Radamés, dividido entre su amor por ella y su lealtad al Faraón.

Para complicar aún más la historia y convertirla en un drama de celos y finalmente de traición, aunque involuntaria, a la patria por parte del militar egipcio, Radamés es a su vez objeto del amor de la hija del Faraón.

Pero Bieito no se ha contentado con eso; tampoco con un ataque al poder de la Iglesia, superior incluso al poder político y personificado en el libreto en la figura del sumo sacerdote, sino que ha querido meter en su particular puesta en escena demasiadas cosas.

Cosas como la denuncia de la explotación poscolonial, de los excesos de la lucha antiterrorista, del trabajo infantil, de la hipocresía de cierta beneficencia, del consumismo y de la civilización del dinero.

Pero uno se pregunta, por ejemplo, qué pintan ese joker y todos esos clowns que aparecen una y otra vez en el escenario? ¿Son algo así como la máscara del actual capitalismo?

¿O esos kalashnikovs que en un momento de la representación se reparten entre un grupo de niños a los que hemos visto trabajar antes con cables que se supone son los desechos de la civilización industrial enviados para su reciclaje al Tercer Mundo?

¿Qué pinta ese coro de mujeres ataviadas con delantales a cuadros, todas ellas con bolsas que uno no sabe bien qué llevan dentro, mientras al fondo se proyecta la escena de gente comprando en un supermercado?

Por no hablar de incongruencias como la de que Radamés, pistola en mano, parezca querer disparar contra los prisioneros etíopes tendidos en el suelo y para los que acaba de suplicar antes clemencia.

O la de las dos heroínas, incluida la esclava etíope, con vestidos de lentejuelas. O ese grupo de damas que aparecen en el acto triunfal vestidas con amplias faldas con miriñaques como en el siglo XIX y que reparten paquetitos entre los esclavos.

El espacio blanco y vacío, que tan bien funciona en el último acto, está ilustrado en diversos momentos con imágenes videográficas de túneles, buques de carga, aviones de combate y cacerías en África, proyecciones ciertamente cada vez más frecuentes en los montajes operísticos.

Afortunadamente está la música de Verdi, interpretada por la Staatskapelle de Berlín bajo la batuta del italiano Nicola Luisotti, que supo equilibrar el exótico lirismo de las escenas de amor con las más dramáticamente inflamadas como la famosa marcha triunfal.

Y están también las voces maravillosas de las dos protagonistas femeninas, las letonas Marina Rebeka (Aida) y Elina Garanca (su rival, Amneris), así como las totalmente convincentes del tenor azerbaiyano Yusif Eyvazov (Radamés), el veterano bajo alemán René Pape (Ramfis) y el barítono italiano Gabriele Viviani (Amonastro). Por no hablar del excelente coro de la Staatsoper.

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