Opinión

El precio de ser libre

El precio de ser libre

El precio de ser libre

Nada hay más caro en el mundo que la libertad. Ser libre tiene, siempre ha tenido, un alto precio. Cuesta a veces la soledad, el vacío y el olvido, cuando no la persecución, el castigo, la ejecución. Ser libre es uno de los peores pecados que se pueden cometer, porque salirse de la grey, del rebaño, es casi siempre inaceptable para los otros. Ser libre suele tener terribles consecuencias. La libertad no es un concepto íntimo, personal, privado, como, desde una perspectiva ególatra, suele entenderse. La libertad no consiste en tu propio albedrío, al menos no solo en eso. Consiste, esencialmente, en el reconocimiento de la libertad del otro. Ese es el verdadero esfuerzo, el auténtico trabajo, quizás el inacabable. Resulta muy sencillo reconocer la libertad desde el yo: «yo quiero hacer esto, yo pienso así, yo soy...». No es solo sencillo, es connatural al ser. Lo que no está ya tan a la mano es asumir que el otro también quiere hacer, también piensa, también es. Aceptarlo y asumirlo, reconocerlo y complementarlo... Esa es la inmensa dificultad.

En todos los tiempos ha habido una moral imperante que, en ese momento, era considerada la buena, la adecuada, la que todos debían tener. Por fortuna, no en todos los tiempos estar en disonancia con esa moral imperante suponía el ostracismo o la destrucción de quien se atrevía a contradecirla. Cuando sí ha supuesto la condena social, la ruina de la imagen y de la integridad de la persona, ha sido en regímenes totalitarios. Y no, no hay totalitarismos buenos.

Los sociólogos han determinado que vivimos en la llamada «cultura de la cancelación». Un modo como cualquier otro de inquisición. La cultura de la cancelación designa a esta práctica, cada vez más extendida, de aislar a quienes, como consecuencia de determinados comentarios o acciones (con independencia de su veracidad o falsedad), han ido en contra de lo que la mayoría piensa que ha de ser. Es, en definitiva, la acción de boicotear a alguien que ha expresado una opinión cuestionable, impopular o abiertamente opuesta al pensamiento «adecuado». Aunque el término comenzó a utilizarse en 2015, casi nadie recuerda que este modo de actuar tiene su origen en las primeras fases de la Alemania nazi, y que se ejercía contra los judíos y contra quienes no participaban del nacional-socialismo.

En estos días, el futbolista Alfonso Pérez ha dicho alguna cosa sobre el fútbol femenino comparándolo con el masculino. Acaso desafortunado, acaso errado, ha sido condenado sin más por machista y el estadio de Getafe que llevaba su nombre ya no lo llevará más por una decisión implacable de la alcaldesa del municipio.

Lo malo de estas inquisiciones no es que no permitan el error, es que no permiten ni siquiera disculparse, aprender de la experiencia, corregir.

Qué miedo me han dado siempre los puros, los inmaculados, los intachables, los defensores de la única verdad.

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