Opinión

Perder y ganar

Feijoo expresa su satisfacción tras su investidura fallida: “Me he divertido”

Feijoo expresa su satisfacción tras su investidura fallida: “Me he divertido” / Atlas Agencia

La victoria es alada pero acaso sin cabeza, como se puede comprobar cuando subes las escaleras del Louvre y te la encuentras frente a frente, a punto de alzar el vuelo.

La victoria es así, alada por cuanto efímera, mientras que la derrota es grave y densa, como todo cuanto se pega a suelo, al modo en que suelen ser las cosas cotidianas.

Probablemente la mayoría de las personas, esa gente que sostiene el universo, que madruga y labora, que soporta y calla y lleva los niños al colegio y no se mete en líos, sea incapaz de enumerar todas las veces que ha perdido pero sí tenga una conciencia exacta y definida de las veces que ha ganado, porque lo escaso es más fácil de contabilizar y retener en la memoria. El conde de Villamediana (que por cierto era eso que se llama «un triunfador», un tipo acostumbrado a ganar siempre, pero que acabó muriendo de muy mala manera en una emboscada en pleno centro de Madrid) nos dejó dicho que «cerca está de grosero el venturoso», y tenía toda la razón. La victoria tiene un algo soez, radicalmente contrario a la estética del perdedor, que siempre ha sido tan fotogénica.

Alberto Núñez Feijóo está convencido de que es más hermoso desde su fracaso en la investidura y dice que eso ha representado una victoria política. Cada quien se anima como puede. Al cabo, uno no sabe nunca qué resultado tendrán sus actos. Tiempo al tiempo, aconseja un cuento chino que alguna vez creo haber contado. Un hombre y su hijo araban sus campos usando el único caballo que tenían. De pronto el animal se encabritó y escapó. El muchacho dijo: «¡Qué mala suerte, ahora no podremos arar, no habrá cosecha y seremos muy pobres!». Pero el padre le respondió muy sereno: «Tiempo al tiempo». Un par de días después el caballo regresó acompañado de una yegua salvaje. El hijo se puso muy contento y dijo: «¡Qué buena suerte, ahora tendremos dos animales para arar y, además, podrán darnos potros muy pronto!». Sin embargo el padre volvió a exclamar: «Tiempo al tiempo». Aquella misma tarde el hijo trató de domar a la yegua, pero el animal lo derribó y al caer se rompió una pierna. «¡Qué mala suerte. Ahora no podré hacer nada durante meses. Nos arruinaremos!», dijo muy enfadado. Y de nuevo el padre: «Tiempo al tiempo». Pasó una semana. Una mañana llegó el ejército del rey reclutando a todos los jóvenes para llevarlos a la guerra. Al muchacho de nuestra historia lo dejaron en paz porque tenía una pierna partida. «¡Qué suerte, padre, me salvé de la guerra!». El padre lo miró con cierta condescendencia y le dijo, como quien repite una lección para que la aprenda un niño: «Tiempo al tiempo». Y es que, como dijo Borges, «el tiempo y el destino se parecen los dos», tal vez porque tienen una extraña forma de acabar sincronizando.

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