Opinión | Gentes y asuntos

Joseph Ratzinger

Pope Emeritus Benedict XVI's body lies in state in St. Peter's Basilica for public viewing

Pope Emeritus Benedict XVI's body lies in state in St. Peter's Basilica for public viewing / FABIO FRUSTACI

Un admirado maestro en la Dehesa de la Villa decía que era más digno, útil, «cambiar que persistir en el error». Resumía, en cierto modo, famosa posición de los principios cambiantes del gran Groucho Marx y, tiempo después, en un trabajo en Roma, acreditado por las mangas de mi amigo y maestro, conocí a Joseph Asius Ratzinger, el poderoso prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la mano derecha, la de la sentencia y el castigo, y el promotor legal y el leal ejecutor del rudo dogmatismo del polaco Karol Wojtila, Juan Pablo II.

La reunión, celebrada en una lujosa estancia vaticana, se convirtió en un encendido alegato contra la teología de la liberación y la impresión primera fue que aquel bávaro, de porte principesco y fluida oratoria vertida en inglés, francés y castellano, superaba en fondo y forma a las pasionales posiciones del papa que se convirtió en el eficaz ariete contra el comunismo. De vuelta a Madrid, transmití a mi mentor mi rotundo desencanto porque, cuando con todo, esperaba oír a un teólogo encontré a un caliente catequista, apoyado en muletas impropias para un intelectual sólido y reconocido.

Por esas fechas visitó Canarias el nicaragüense Ernesto Cardenal, fraile cisterciense y candidato permanente al premio Nobel, comprometido y luego disidente del Frente Sandinista y mundialmente conocido por la pública reprensión y castigos impuestos por Wojtyla en su visita a Centroamérica.

Dio un recital sin preguntas ni bises en Santa Cruz de La Palma y, luego, en una cena con varios amigos –Luis y Concha Cobiella, entre ellos– nos dejó una diáfana definición de la inspiración evangélica para el compromiso contra la pobreza y en pro de la liberación integral de todos los hombres.

Dentro de su digno voto de obediencia y respeto a la jerarquía, con fino estilo, Cardenal estableció la diferencia entre la inteligencia y la pasión y, aún con las líneas rotundas de la jerarquía, concedió mayores posibilidades de comprensión y evolución al discreto bávaro que al incondicional amigo del sindicalista y luego presidente Lech Walesa; me refiero a Juan Pablo II.

Ha llovido mucho desde entonces. La resistencia heroica y la muerte en la Silla de Pedro multiplicaron la fama y los fervores del valiente Wojtyla, ascendido a la santidad rauda en loor de multitudes y la elección de un fiel y eficiente gregario como sucesor.

Benedicto XVI eligió pronto su nombre y conoció el calado de las asignaturas pendientes; la inmovilidad del cónclave, las escasas ambiciones, fuera de las vanidades de las que no se libran los virtuosos, reales o presuntos, las contadas tenidas en busca de nombres de consenso y sin ruido, llevaron a un bávaro de setenta y ocho años, militante como la mayoría de su generación de las Juventudes Hitlerianas que tuvo que responder de los pecados ajenos de la institución –el crimen execrable de la pederastia– y la falta de un diálogo abierto, franco e imprescindible con quienes encuentran en el Evangelio los caminos de la liberación que el hombre reclama en el cielo y en la tierra.

La dignidad de su mandato y la valiente sorpresa de su renuncia convirtieron a este pontífice, tímido y templado, humilde de toda humildad, en un héroe crecido en la muerte, porque no faltaron, como en los casos carismáticos, los letreros y gritos de «Santo subito» y estoy seguro que, con este insigne teólogo y brillante escritor, ocurrirá, como en los hitos grandes, una reivindicación plena que pondrá en valor su honestidad, su inteligencia, su valentía y su capacidad de sacrificio.

A lo largo del siglo XX, entre las grandes guerras, las depresiones previas y posteriores, el hambre, las pandemias y las avalanchas migratorias, entres las afrentas a las que llegamos sin recato, los creyentes católicos hemos estado sometidos a unos agüeros misionales y propagandísticos que arrancaron con las apariciones de Fátima. Eran unos textos conminatorios, unas obligaciones inexcusables, unos cometidos difíciles que le daban a la luz de la fe sombras trágicas.

En los años 2000, primero como comprensivo Supremo Inquisidor, y en 2005, el año de la proclamación del quinto papa alemán, este despejó con rotundidad y aplomo cualquier duda, cualquier miedo; erradicó cualquier posible interpretación que llamara a la elucubración esotérica, para cabreo de cuantos, desde la fe o desde el otro lado, han jugado con popularidad, influencias y rendimientos económicos sus bazas.

También, y desde su inteligencia científica y su potente narrativa, relacionó la Estrella de Belén con una supernova; sin que salieran de sus celdas o bibliotecas cerradas, tradicionalistas trasnochados vendiendo la vigencia del milagro; no hubo nada que negara ni limitara el hecho pero que tampoco alterara el mensaje y sí una observación sensata que dio sentido y coherencia a la doctrina.

Desde esa óptica es posible conocer, analizar, distinguir y comparar la figura del carpintero judío. Y, desde todas esas actitudes, amarlo, como hizo durante toda su vida Joseph Aloisius Ratzinguer (1927-2022), 265 sucesor de Pedro, cuya silla ocupó entre el 19 de abril de 2005 y el 28 de febrero de 2013, el hombre de los equilibrios imposibles en las horas más convulsas de la iglesia, culto, brillante y humilde y un escritor de sorprendentes registros.

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