Opinión | Gentes y asuntos

Memoria, folletín y maletas

La posguerra cobra fuerza como argumento de la animación española

La posguerra cobra fuerza como argumento de la animación española

Un inolvidable maestro de primeras letras recordaba a los párvulos de posguerra lo difícil que era escribir en solitario y lo heroico que era hacerlo en compañía de alguien. Para fortalecer su afirmación ponía el ejemplo de los hermanos Machado; el mayor, Manuel, ponía la envoltura; el menor, Antonio, «la enjundia», la idea, la fuerza, el vigor. El introito viene a cuento de un dúo de escritores que se reparten los papeles al cincuenta por ciento, según dicen y sé, y que, de cuando en cuando, nos sorprenden con interesantes entregas sobre la vida pública y secreta de La Palma, su isla y la mía. La fuerte amistad que los cualifica ha cuajado un equilibrio eficaz entre el fondo y la forma y, de paso, un reparto de papeles funcional y democrático.

Se juntan en Deportados célebres en la Isla de La Palma, el libro a cuatro manos de Manuel Jesús Lorenzo Arrocha y Manuel Garrido Abolafia, las secuelas de la Guerra Civil y la subsiguiente represión y, con corales, aparente y paradójicamente mudas, un relato veraz, contado al oído y a nuestra manera, es decir: con constancia y doble e irónica intención. Los personajes centrales –los ladrones y los robados– pisaron nuestra geografía con varios años de diferencia pero, como en los folletines, el azar y el oro, los unió en por una oportuna, o inoportuna coincidencia, según se mire. El gallego César Antonio Agapito Atadell, natural de Vivero, provincia de Lugo, impresor de oficio, vecino de Madrid, secretario de las juventudes comunistas y, más tarde, influyente militante socialista, escaló puestos y ganó popularidad por su pico de oro y adulonería. Tras el golpe de estado franquista dirigió la Brigada de Investigación Criminal y, después, se erigió en jefe de una de las milicias populares –checas para el común– que asaltaban los palacios de los aristócratas y las mansiones de los burgueses adinerados en busca de dinero para la República y, en su caso también, para su propio beneficio.

En posesión de un notable botín, a finales de 1936, huyó de la capital junto a dos compinches y, desde Alicante, viajaron en barco hasta Marsella; enseguida y en tren se desplazaron a La Coruña; la segunda etapa, en el vapor Mexique, les llevaría a Cuba, previa escala en Canarias. El 25 de noviembre, en el puerto de Santa Cruz de La Palma y alertada por un chivatazo, la policía detuvo a Atadell, a su lugarteniente Pedro Penabad y a un asociado de última hora, llamado Ernesto Ricard. Trasladados a Tenerife y luego a Sevilla fueron juzgados en consejo de guerra el 29 de junio de 1937; Atadell y Penabad murieron en el garrote vil; el tercer hombre fue condenado a prisión.

En días de violencia y miedo, adhesiones interesadas y silencios cómplices, pasó desapercibido el asunto mollar: la misteriosa desaparición del voluminoso equipaje de los chequistas –los autores hablan de dieciséis bultos entre cofres y maletas cargados de joyas– y los beneficiarios locales del suceso. Nueve años después, la entrada en acción de un nuevo actor –el aristócrata Francisco de Asís Moreno y de Herrera– metió el turbio asunto en el centro de las confidencias de La Palma y los palmeros y, por falta de pruebas y evidencias, llegó en la nebulosa del sí pero no hasta nuestros días.

Desterrado por su fidelidad monárquica, el señor Moreno y de Herrera logró un destino amable gracias a su amistad con el ministro de Gobernación –Blas Pérez González– y desde su llegada, en junio de 1943, se codeó con la flor y nata de la sociedad isleña. En la velada de fin de año y en la sociedad más elitista de la ciudad, su esposa Teresa de Arteaga y Falguera, marquesa de la Eliseda, descubrió en una dama palmera preciadas joyas que, durante generaciones, pertenecieron a su familia, fueron requisadas por las brigadas madrileñas y tuvieron denuncia acreditada en el gobierno de la dictadura. La tensa situación acabó con el abandono del recinto por los dos matrimonios y con un escándalo vivo y amortiguado porque se extendió como el aceite derramado, creció y duró en implacable voz baja.

Con fidelidad y buena prosa, Manolo Lorenzo y Manolo Garrido han contado una historia que no tiene riesgo de pérdida y han añadido, con una excelente labor de investigación, sus datos constatables y unos pluses exquisitos como la descripciones de nuestra tierra a cargo de la marquesa despojada y en plena posguerra. Los felicitamos por el acierto y recomendamos, desde el rincón de la amistad, seguir el rumbo de las historias susurradas que son, sin ningún género de dudas, las que nos dicen quiénes somos y cómo actuamos.