Opinión

Fernando Ull Barbat

Ni cautivos ni desarmados

Azaña, visto por su cuñado y amigo

Azaña, visto por su cuñado y amigo / El Día

El pasado lunes se cumplieron 85 años desde el fin de la Guerra Civil Española y a pesar de que para los españoles fue algo que ocurrió en un tiempo muy lejano que debería haber supuesto el tratamiento objetivo de sus causas y desarrollo, sigue siendo hoy día objeto de controversia por la negativa de la derecha española a llamar a las cosas por su nombre, empezando, sin ir más lejos, por su origen: un golpe de Estado contra un legítimo Gobierno elegido por los españoles de manera libre en las urnas.

Dijo Ernest Hemingway que la Guerra Civil fue la época más feliz de los que lucharon en el bando republicano y de todos aquellos corresponsales extranjeros que vinieron a España porque cuando la gente moría «parecía que su muerte tenía importancia y justificación». Puede que esta frase sea hoy día difícil de entender pero quizá pueda explicar todos los sentimientos que se fueron desarrollando en los años inmediatamente anteriores a nuestra guerra por el ambiente hostil y violento con que la Iglesia Católica, los militares y los terratenientes emponzoñaron la vida en España, así como también la pasión con que la República fue defendida desde los primeros instantes del golpe de Estado de 1936.

El único elemento positivo, si se puede decir así, que tuvo esta guerra entre españoles fue que con su final también terminó en España, de manera definitiva, la Edad Media. España había quedado al margen al margen de la revolución industrial y de los paulatinos cambios en el modelo político de los principales países europeos. Por contra, en España, sobrevivieron monarcas absolutistas como Fernando VII, grandes tenedores de terrenos cuyo origen familiar se remontaba a los Reyes Católicos y una Iglesia que de ninguno modo iba a permitir que existiese la educación pública laica. Después de la guerra, poco a poco, gracias a la presión de los trabajadores y de los demócratas que no habían sido asesinados, al contexto europeo y a un falso paternalismo de la dictadura, se fue desarrollando en España un corpus jurídico que recordaba aunque de manera remota a algo parecido a un sistema legal. Y aunque la dictadura de Franco siguió encarcelando y matando, algunos de sus dirigentes con el paso del tiempo entendieron que no se podía matar sin más a los jornaleros que se atreviesen a decir no y a los opositores políticos. Muy poco a poco, repito, pero la Edad Media terminó en España en 1939. El precio a pagar fue muy caro. Cientos de miles de españoles debieron morir antes de que la caverna militar, clerical y jerárquica española aceptara que vivía en el siglo XX. A partir de entonces la utilización de la guerra y la tortura dejó paso, gracias a la lucha de los demócratas, a la aceptación hoy en día por parte de la derecha española de un sistema legal donde impera el principio de legalidad.

Durante cuarenta años la dictadura trató de imponer un discurso sobre las causas de la guerra que caló en una parte de la sociedad. La de que el golpe de Estado fue inevitable porque España se acercaba a la destrucción por culpa de la izquierda y de los sindicalistas que además de defender un modelo democrático para España pretendieron terminar con el monopolio educativo de la Iglesia Católica y conseguir la emancipación de la mujer. Cabe recordar además que la Segunda República apenas duró cinco años. De esos cinco años dos de ellos tuvieron un Gobierno de derechas que se dedicó a destruir todos los avances sociales y legales que se implantaron en el periodo 1931-1933. El mantra de que el Frente Popular llevaba a España al comunismo nunca recuerda que fue una coalición de partidos que tuvo una duración de seis meses. Y yo me pregunto, tres años y medio de gobierno en los que tuvieron un papel principal el espíritu republicano, reformador, centrista y europeo de Manuel Azaña, ¿tanto peligro y destrucción generaron como para motivar una guerra que dejó un número aproximado de 540.000 muertes? A esta cifra hay que sumar los 150.000 asesinados por la dictadura después de la guerra que convirtió a España en una enorme fosa común. La idea fue muy simple en realidad. Para terminar de una vez con las huelgas y los deseos de libertad individual había que matar todo lo posible.

Lo que asustó a la derecha fue su temor a que España entrase en la senda del reformismo democrático europeo. Que España dejase atrás el atraso y el analfabetismo. Una sociedad con inquietudes culturales comenzaría preguntarse por qué sus vidas debían estar regidas y controladas por los señoritos caciques. Por eso las primeras víctimas del golpe de Estado fueron los maestros de escuela de los pueblos, los periodistas y los intelectuales y escritores como Federico García Lorca.

Ochenta y cinco años después la derecha española no quiere que se hable de todas esas muertes ni de la dictadura. Trata de mezclar, de una forma miserable, a Manuel Azaña y a Juan Negrín con asesinos como el general Mola o Juan Yagüe, como si todos hubiesen tenido la misma responsabilidad.