Opinión | EL RECORTE

La rendición de Kate Middelton

El universo informativo se ha plegado sobre sí mismo en un agujero de gusano llamado internet, cuya intensa fuerza gravitatoria extrema ha devorado el espacio, la materia y la cordura.

Kate Middleton.

Kate Middleton.

La distancia que separaba el planeta de la prensa rosa y la prensa política ha desaparecido. El universo informativo se ha plegado sobre sí mismo en un agujero de gusano llamado internet, cuya intensa fuerza gravitatoria extrema ha devorado el espacio, la materia y la cordura.

Los políticos y altos cargos, como los actores de cine o los cantantes famosos, son escrutados de manera asfixiante por los ojos de miles de cámaras que vigilan a sus parejas, sus hijos, sus salidas y entradas, sus costumbre, sus coches, sus compras o sus viajes. La pulsión de los medios es conquistar la mayor audiencia posible a través del sistema más rentable. Los personajes que se crean en los platós no son suficientes y se buscan otros, populares en la sociedad, hociqueando el tesoro de las trufas de una infidelidad, una pelea o un enamoramiento.

Se ha escrito una nueva norma: si tienes un trabajo público no tienes una vida privada. Sed lex, dura lex. Hace ya unos meses los mecanismos depredadores de la prensa británica detectaron el olor de la sangre en las aguas revueltas de la familia real. La mujer del príncipe heredero, Kate Middleton, que se había operado en un hospital londinense y se recuperaba al parecer favorablemente de una cirugía, desapareció súbitamente. Los escualos afilaron sus dientes y empezaron a especular con delirantes conspiraciones. Que estaba muerta. Que había donado órganos para salvar al Rey Carlos. O la peor de ellas, que estaba destrozada por una supuesta aventura extramatrimonial de su marido, William, con una dama de la nobleza británica –publicaron nombre y fotos, of course– cuyo marido tenía a su vez un amante francés. Los ríos de tinta se convirtieron en una catarata por la que se despeñaba el honor y la intimidad de cualquiera que se cruzara en el camino de las deliciosas fábulas. Que la verdad no estropee una buena noticia.

Cada día surgían especulaciones construidas sobre una foto retocada. O sobre otra supuestamente robada en la que se veía «clarísimamente» el distanciamiento entre la Kate cornuda y su marido. O sobre unas declaraciones de un tipo que era primo de una mujer que era la hermana de un chico que había estudiado en la misma universidad que William.

Cautivo y desarmado el ejército de la cordura, la desaparecida Kate Middleton ha tenido que comparecer en los juzgados de los medios de comunicación, demacrada y pálida, para subir al atril del prime time, confesar que tiene cáncer e informar que se va a someter a un tratamiento de quimioterapia. Y para suplicar que le dejen espacio, intimidad y privacidad, para poder enfrentarse a su enfermedad.

Era un momento adecuado para sentir vergüenza. Para reflexionar sobre la floreciente industria de falsedades construidas apresuradamente y sin pruebas en el solar vacío de una ausencia mediática a la que tenía derecho. Y para aceptar, aunque sea a regañadientes, que la mentira nunca puede sustituir de forma válida la falta de información.

Pero no ha ocurrido nada de todo eso. El glorioso momento que esa pobre rica mujer fue obligada a entregar a sus depredadores se convirtió en un suculento premio ilegítimo: otro récord de audiencias. Carne de tertulia en donde los expertos en nada han teorizado, ufanos, en que esa comparecencia es justo lo que tendría que haber hecho si hubiera querido evitar las delirantes falsedades. La culpa de todas las mentiras, entonces, es solo suya. Por no aceptar que es de propiedad pública. O sea, de los medios, que son el pueblo sin el pueblo.

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