Opinión | El recorte

Hasta la vista

El periodista Pedro Guerra, durante la grabación de un episodio de 'Confesiones'.

El periodista Pedro Guerra, durante la grabación de un episodio de 'Confesiones'. / Carlos Díaz-Recio / Europa Press

La vida asfalta extrañas carreteras. Tenía todas las razones y algunas más para no haber tenido con Pedro Guerra ninguna relación. Pero el destino nos llevó a encontrarnos, a hablar y a construir una relación de afecto. Más de mil veces me dijo cuánto sentía no haberme conocido antes y me pidió perdón por lo que no lo merecía. Porque el periodismo en ocasiones es una apisonadora que no entiende de sutilezas.

«Yo tendría que haber nacido veinte años antes y haber vivido en Tenerife», afirmaba jocosamente de cuando en cuando delante de algún conocido. Porque, en su burlona imaginación, los de mi generación, que no era la suya, habíamos vivido los tiempos de oro del periodismo. Y no le faltaba razón. Pero a pesar de haber nacido más tarde, Pedro aprendió, por accidente si quieres, pero para el caso vale igual, eso que decían los viejos: que el periodismo es un tren maravilloso siempre que te sepas bajar a tiempo.

Dejó de trabajar en La Provincia y se lanzó a la aventura de crear un periódico digital: Tiempo de Canarias. Se hipotecó hasta las pestañas y construyó, con algunos buenos amigos que hoy lo deben estar llorando, una cabecera digital. Y después una productora de televisión. Convertido ya en un empresario de éxito, empezó a saborear el amargo sabor de la envidia destructiva que navega por estas ínsulas baratarias.

Pedro y yo compartimos tipo de cáncer, pero no suerte. Del mío sobreviví en las mejores manos, en el Hospital Universitario de Canarias. Cuando a él le diagnosticaron el suyo me convirtió en su referencia. Me hizo explicarle de forma prolija cómo era la operación, los dolores que iba a padecer y la lenta recuperación. Y le relaté con pelos y señales lo dura que es la quimioterapia. Y lo engañosa, porque cuando parece que la estás llevando mejor es cuando más fuerte te pega. Aprendimos a hablar con optimismo de esa maldita enfermedad y a gestionar los miedos y las incertidumbres que siempre la acompañan.

Pedro Guerra era, para que lo sepan, un quejica cum laude. Quienes le queríamos nos partíamos la caja con sus sufridas reflexiones postoperatorias. «Estoy como si me hubiera pasado por la piedra un equipo de la NBA» decía sentándose de lado, porque le dolía la retaguardia. Luego todo se complicó. Hablé con él hace unos días, pero no de la muerte, sino de la vida. Aún estábamos agarrados a un delgado hilo de esperanza. Nos prometimos que cuando saliese de aquella maldita cama y de la medicación extrema que le estaban dando, nos íbamos a tomar media caja de su cava favorito.

Dicen que la verdadera medida del valor de una persona solo se percibe cuando se enfrenta a su final. Cuando a Pedro le dijeron, esta semana, que todo se había acabado, eligió ser un jodido valiente. Habló con su familia. Con su gente. Con sus amigos. Se despidió lúcida y serenamente de todos los que fueron a verle. No puedo imaginar lo dura que debe ser la certidumbre de que estás viviendo tus últimas horas en este mundo. Pero Pedro lo hizo con una entereza asombrosa. El quejica se convirtió en un gigante que supo morir con una enorme dignidad. Te echaremos de menos, Pedro, aunque eras un tertuliano horrible. Tanto como buena gente.

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