Opinión | Retiro lo escrito

La novela de García Márquez

García Márquez, en una foto de 1969 en Barcelona, apenas dos años después de publicarse 'Cien años de soledad'.

García Márquez, en una foto de 1969 en Barcelona, apenas dos años después de publicarse 'Cien años de soledad'. / Colita

Un amigo peninsular me pasa –sin explicarme cómo las obtuvo– las tres primeras páginas de la novela inédita de Gabriel García Márquez. «A ver qué te parece». Las leo. Las releo. Dejo pasar las horas –horas desagradables con malas noticias por medio– y antes de acostarme las leo de nuevo, y lo mismo hago al día siguiente, con la primera taza de café en la mano. Después le escribió muy despacio a mi amigo: «No sé». Y la verdad es que no, no lo sé. Al principio el principio me parece el texto en el que un escritor anónimo pero muy talentoso imita a García Márquez. Y no es imposible. Porque según algunos el escritor colombiano no acabó del todo la novela En agosto nos vemos porque los estragos de la memoria, que terminó en sus últimos años confundiéndose con el olvido, lo impidieron. Se quedó en un cajón. Pero los hijos de García Márquez la han sacado de ahí y mandado a imprenta. En unos quince días estará en las librerías españolas y antes de fin de año se difundirá en todo el mundo en quince idiomas.

Salvo casos muy excepcionales un gran escritor suele imitarse al final de su carrera, en una suerte de decrépita coquetería. García Márquez no fue una excepción. Su última novela, Memoria de mis putas tristes, publicada en 2004, tiene un argumento capaz de desencadenar una guerra woke: al cumplir los 90 años un periodista solitario y maniático y casi desmenuzado decide regalarse por su onomástica una noche con una prostituta quinceañera. Si García Márquez, con su Nobel y todo, hubiera publicado Memoria de mis putas tristes una década más tarde no podría haber escapado de una interminable campaña de cancelación. Sus personajes masculinos rara vez siente verdadero interés por una mujer: solo son ocasiones de una pulsión de goce y el poder. En su novela más supuestamente romántica, El amor en los tiempos del cólera, uno de los protagonistas, Florentino Ariza, mantiene en su vejez una relación sexual con una colegiala. Cuando la adolescente descubre que el anciano sigue obsesionado con su amor de toda la vida, Fermina Daza, se suicida. Pero Ariza ni pestañea. Sale corriendo tras Fermina, su obsesión interminable.

El amor en los tiempos del cólera es una novela de una apabullante y rococó falsedad emocional, un himno narrativo a las damas de intensa personalidad pero devotas de sus maridos, a los puteros sentimentales, a los perdidos laberintos donde se pierden los deseos y anhelos, miedos y excusas que los folletinistas llamaban amor. Pero todavía está magníficamente escrito y, como siempre en García Márquez, la fascinación del ritmo narrativo, el hallazgo metafórico en cualquier esquina o los pequeños prodigios de observación son suficiente premio. En Memoria de mis putas tristes, en cambio, el estilo de García Márquez ha puesto el piloto automático, y apenas queda esa anécdota chusca y ligeramente sórdida que es su plot. Las primeras páginas de esa nueva novela, desechada por el escritor en su momento, me llevan a intuir ese fracaso imitativo.

Max Brod no cumplió con el deseo de su amigo Frank Kafka, que quería que quemara sus obras y todas sus cartas y notas personales al morir. Tuvimos suerte. Pero si tu amigo no es Kafka no metas las narices en esos asuntos. Todavía se recuerda con espanto cómo esa japonesa tramposa, María Kodama, autorizó las ediciones de libros de juventud que Jorge Luis Borges. Libros imperfectos, chirriantes, estúpidamente criollos, completamente innecesarios. Es incomprensible. Si el autor rechazó o postergó la publicación para nunca jamás, ¿por qué insistir? ¿Por qué los hijos de García Márquez deciden publicar una novela rechazada por el propio autor? Se murmura que han recibido de la editorial medio millón de dólares, sin contar las traducciones. Seguro que es mentira.

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