Opinión | Observatorio

Ignacio Martínez Martínez

La Agenda 2030 no es el problema

La Agenda 2030 no es el problema

La Agenda 2030 no es el problema

¿Qué tienen en común Mariano Rajoy, Angela Merkel, Barack Obama, Mateo Renzi, Stephen Harper, Juan Manuel Santos, Tabaré Vázquez o David Cameron? Todos ellos, con la legitimidad democrática que emanaba de sus respectivos pueblos, firmaron en el año 2015 la Agenda 2030. La agenda que algunos discursos políticos están señalando como la fuente de muchos de nuestros problemas. Y podría parecer que lo están haciendo con éxito, si vemos algunas de las expresiones de las protestas del campo que estos días están sacudiendo nuestro país. Protestas, en su conjunto, legítimas y muy necesarias, por otra parte.

La Agenda 2030 es una resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas firmada hace ocho años y medio. Otros ejemplos de resoluciones de este órgano en ese mismo año abordaron la lucha contra el tráfico ilícito de fauna y flora silvestres, contra la malaria o el terrorismo. Todo ello, sumado a la lucha contra la pobreza y las desigualdades (materiales, de oportunidades y de género), la educación de calidad, la mejora en la salud y la alimentación, el acceso al agua o la defensa del medio ambiente que propugna la Agenda 2030, no parecen malos ni peligrosos planes para la humanidad. Más bien cabría pensar que, al contrario, son propuestas que, en conjunto, podrían acercarnos a tener más opciones para lograr una vida mejor para más personas en el planeta, y también en este país.

Entonces, si se trata de un acuerdo democrático interestatal, que es amplio, laxo y de naturaleza voluntaria, y cuya aplicación nacional depende de gobiernos legítimos, ¿por qué tanto revuelo con esta agenda? Porque está siendo usada como bandera para la reacción por parte de la ola conservadora radical a modo de chivo expiatorio, y lo está siendo de forma eficaz. Al ser una agenda que promueve avances en muchos ámbitos de nuestra sociedad, y al interpelar, como cualquier propuesta interestatal, a la soberanía nacional (¡cómo no hacerlo en un mundo interdependiente!), es perfecta para los discursos reactivos y destructivos que nada proponen más allá de la defensa de privilegios y desigualdades.

En una de las tractoradas que se desarrollaban estos días por el territorio español, un agricultor decía que se manifestaba contra la Agenda 2030. Al ser preguntado frente a qué aspectos de esta exactamente se rebelaba, zanjó: «Podría decir muchos». No se trata con esto de cuestionar las movilizaciones en el campo; al contrario. Como señala la Agenda 2030, necesitamos trabajos más decentes, reducir las desigualdades y avanzar hacia procesos de producción y consumo más sostenibles y que garanticen una vida buena. Tres ejes críticos en los que, seguro, coinciden buena parte de las organizaciones agrarias y personas que impulsan las movilizaciones en el campo.

Por lo tanto, no, la Agenda 2030 no es el problema. El problema de fondo es una crisis ecosocial que pone en riesgo el sustento y los derechos de muchas personas, que arrasa con formas de vida, con especies y con la propia posibilidad de habitar nuestro planeta y hacerlo bien (por primera vez, el ser humano está en riesgo como especie biológica debido a causas provocadas por la actividad humana).

El problema es un modelo económico que pone la productividad y el crecimiento por encima de las personas, de sus derechos y su bienestar, que entiende la naturaleza como recursos, cuando esta es el sostén de la vida. El problema es un modelo económico crecentista que ha dado lugar a una «gran aceleración» que está en la raíz de la crisis ecosocial, es decir, en el aumento de la sequía, de las temperaturas, de los incendios, de la pérdida de biodiversidad… de todo aquello que, esto sí, golpea a nuestros campos. Y el problema también está en las políticas públicas que no están a la altura de esta crisis. Como la PAC, que no logra favorecer una transición del modelo agroindustrial hacia un modelo agroecológico y, mucho menos, hacerlo de manera justa y sostenible.

Así que, si acaso, la Agenda 2030 puede inspirar algunas soluciones a partir de valores y principios de justicia social, ecológica y económica. Quizá se le pueda criticar, y con razón, ser demasiado poco ambiciosa en este sentido, pero solo habría que tomarla verdaderamente en serio para avanzar en dirección adecuada.

Lo llamativo es que no sea esta interpretación de la Agenda 2030 la que habite mayoritariamente nuestro imaginario colectivo y, en su lugar, lo haga una visión reactiva y dislocada de sus propuestas reales. Las visiones tecnocráticas que han dominado la agenda han permitido, en gran parte, que se vea trastocada su finalidad. Se ha dicho a menudo que esta es una agenda globalista al servicio de las élites. Pero ¿qué elites? Son muchas las veces que, ante la enunciación de esta pregunta, las respuestas se limitan a titubeos, generalidades extremas o, directamente, a delirios conspiranoicos.

En definitiva, no, la Agenda 2030 no es el problema. Seguramente tampoco es la solución. Pero una lectura crítica, aguda y transformadora de sus contenidos nos puede ayudar a orientar algunas respuestas.