Opinión | A BABOR

Adiós a los dos Olartes

La muerte de OIarte me ha devuelto el recuerdo de mis mejores años en este oficio, que fueron los últimos ochenta y primeros noventa

La vida de Lorenzo Olarte, en imágenes

La vida de Lorenzo Olarte, en imágenes / LP / DLP

Hay un tiempo de la vida en el que la muerte de la gente que conoces se va haciendo persistente y pegajosa. No puedo decir que la de Olarte fuera una sorpresa, porque su última crisis la había convertido en un acontecimiento tan certero, que pasamos varios días esperando que ocurriera. Y al final, pasó. La muerte de los demás –sobre todo de los demás con los que hemos compartido partes de nuestra vida– te conmueve y zarandea, te remueve por dentro. La de Olarte, un político de los de antes, infatigable, con un agudo sentido del riesgo, listo, hábil, nacido para el oficio, orador peleón, un personaje con pocas cautelas y reservas, me ha devuelto el recuerdo de mis mejores años en este oficio, que fueron los últimos ochenta y primeros noventa, cuando la democracia y el estado de las autonomías se consolidan en España. Son los años que siguieron al golpe de Estado de Tejero, la victoria del PSOE en todo el país, el primer Gobierno provisional de Saavedra, el segundo definitivo, de 1983 a 1987, y la primera caída del PSOE en Canarias, unas islas que en el 83 votaron UCD casi tanto como en el resto del país entero, y en el 87 respaldaron masivamente la segunda aventura centrista de Adolfo Suárez.

Conocí muy bien al Olarte de entonces, un político ya bragado en mil trajines y derrotas, histriónico, divertido y rabiosamente vital, un tipo que sabía ser fullero y tramposo, pero también cordial, seductor y apasionado. Uno de esos políticos que es mejor mirar desde la distancia. Había aterrizado en política de la mano de Matías Vega y del ex gobernador civil de Las Palmas, José García Hernández, amigo íntimo del Conde y ministro franquista de Gobernación, que le lanzó a la carrera designándolo presidente del Cabildo. Se hizo amigo de Suárez siendo éste presidente de Entursa: le resolvió un problema con la apertura del Hotel Iberia y acabó trabajando como asesor suyo en Moncloa. Le acompañó en la travesía del desierto, tras la ola felipista de octubre de 1982. Y en 1987, convirtió a Fernando Fernández en segundo presidente del Gobierno de Canarias, engañando a Manuel Hermoso y los suyos, recién llegados a la política regional. Habían decidido apoyar la continuidad de Saavedra, y Olarte montó en la sede grancanaria del CDS un equipo de mujeres que se dedicaron a llamar rabiosamente a la mujer de Manuel Hermoso, Asunción Varela, y a otras ilustres áticas haciéndose pasar por votantes furiosas de ATI indignadas por la traición de entregar Tenerife a Saavedra. Aunque parezca increíble, funcionó.

Y no fue la primera vez que el retorcido genio político de Olarte logró darle la vuelta a una situación ya cantada. Lo intentó hacer también cuando Fernando Fernández, el hombre al que había encumbrado en la presidencia del Gobierno –porque después de Saavedra tocaba alguien de la provincia tinerfeña– cometió la temeridad de someterse a una moción de confianza que –por supuesto– perdió. Olarte le sustituyó en la presidencia con el apoyo del PP y las Agrupaciones Independientes de Hermoso, y desafió desde el primer momento al Gobierno nacional. Por una bronca menor a cuenta del descreste arancelario, Felipe González estuvo a punto de embridarle con el 155, y Olarte amagó hasta con buscar para Canarias el estatus de Estado Libre Asociado a España. Supongo que en Madrid se enteraron de lo que valía el peine de Olarte, pero Olarte no logró revalidar la presidencia: Hermoso pactó con Saavedra, lo convirtió en presidente y lo sustituyó año y medio después. Olarte, su entonces archienemigo Mauricio y Hermoso pactaron la creación de Coalición, y un par de años después Hermoso compensó a Olarte con la vicepresidencia del Gobierno y la promesa de dejarle ser presidente cuando él lo dejara. No cumplió: había llegado a un acuerdo con Mauricio para que Adán Martín fuera presidente. Olarte se revolvió y consiguió que Coalición apoyara a un desconocido Román Rodríguez, un hombre de la cuerda de su segundo Julio Bonis.

Aquella decisión provocó en 1999 el inicio de su caída. En 2003 consumo su destierro del poder, devorado políticamente por sus segundos, e inició un triste recorrido por el fracaso, convertido en un político sin alma propia, candidato cambiante de otros, ofuscado por la oportunidad perdida y la certeza de haber sido apuñalado por la gente en la que había confiado. Siempre pasa así, pero no logró encajarlo.

Vivió los últimos veinte años negándose a ser él mismo. Murió apenas unas semanas después de que Fernando Clavijo aprobara un salario para los expresidentes, diseñado para sacarle de la indigencia. La política no perdona ni a los más listos el exceso de confianza. Olarte se puso en manos de Bonis y Román, y le pagaron haciéndole purgar en solitario el soberbio pecado de Tindaya, como si ellos no hubieran tenido absolutamente nada que ver... Román asistió ayer al entierro. Se le pudo ver en absoluto compungido.

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