Opinión | Sangre de drago

Juan Pedro Rivero González

La iglesia y la educación

El año 2024 se celebrará en Madrid un Congreso sobre la relación entre la Iglesia y la Educación, promovido por la Comisión de Educación y Cultura de la Conferencia Episcopal. Inicialmente pensé que la intención de los organizadores era dar a conocer a la sociedad lo que la Iglesia hace con relación a esta labor tan importante en la vida social; pero no; es, sobre todo, para que al interior de la misma comunidad cristiana se conozca el increíble y amplio horizonte de iniciativas que se vienen realizando para la educación de la juventud.

Este lunes, en Granada, se presentará un panel de experiencias entre las que llevamos la Cátedra Cultural Pedro Bencomo de la Universidad de La Laguna, patrocinada por el Instituto Superior de Teología, y que recoge la experiencia de más de treinta años de relación y diálogo fe cultura en el distrito universitario de La Laguna. Esta experiencia, a la que estamos acostumbrados aquí, resulta de interés y motivadora en otros lugares. Como si se tratara de una mesa amplia de buenas prácticas en la que todos podemos aportar y vernos enriquecidos con ideas que funcionan bien en otros lugares y espacios educativos.

Aunque la finalidad de la Iglesia sea, fundamental y principalmente, religiosa, esto no la exime del compromiso social y cultural, sanitario o educativo. La transmisión de la fe y de la experiencia religiosa que nace de la enseñanza de Jesús de Nazaret no puede olvidarse que la persona a la que se invita a conocer y amar el Evangelio, antes de creyente y a la vez de serlo, es persona. Y cuanto responda al bien de la persona debe ser preocupación de quienes desean el crecimiento y desarrollo integral de la persona. Es clásica la frase que invita a reconocer la gradualidad de las necesidades humanas y que afirma lo de «primero vivir, y luego filosofar». Las necesidades de sentido son verdaderas necesidades, pero han de localizarse en el estante superior de las necesidades vitales.

La dificultad estriba cuando se subestiman las necesidades de sentido y espirituales como un lujo innecesario y marginal. No lo son en modo alguno. Ni siquiera quienes comprometen su vida en una tarea sanitaria o de asistencia social pueden olvidar la dimensión espiritual que configura siempre la estructura humana. Nadie caminará dichoso si siente que le persiguen miedos al inevitable paso del tiempo, a la enfermedad y a la muerte. Los interrogantes profundos y fundamentales necesitan ser respondidos. De lo contrario no viviremos con plena consciencia el presente y se diluirá la felicidad de la que estamos tan necesitados.

Nos debe preocupar alfabetizar a la persona. Una alfabetización que debe ser ya, inevitablemente, digital. Pero para leer no basta con ser un mero lector; hace falta ser un leyente que comprenda la realidad. Un lector de la realidad social. Y en ese espacio de valores y virtudes, la propuesta del Evangelio tiene algo que aportar al bien integral de la sociedad. Ahí se dibuja el plano de intenciones del Congreso citado. Hay un bien que debemos proponer; sin imposiciones trasnochadas o pretensiones de exclusividad, pero, porque lo reconocernos bueno, con la humildad de una propuesta de sentido y de educación integral de la persona, no la podemos silenciar

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