Opinión | Gentes y asunto

Eduardo García

Dos aviones de Binter en medio de maniobras

Dos aviones de Binter en medio de maniobras / Rubén Grimón

En la breve espera facilitada por la manga para conseguir plaza en el Atr de Binter, la media hora de vuelo entre Mazo y Los Rodeos y el trayecto en taxi hasta Santa Lastenia, con la incomparable rapidez del recuerdo, desfilaron las primeras y últimas imágenes de un hombre singular, culto, modesto y tímido, exquisito en el trato y ameno y divertido en las distancias cortas. En un sábado tórrido y acelerado, la muerte de Eduardo García Rodríguez, comunicada por su hija Elisa, me devolvió intactas viejas ideas sobre la amistad, que hacen útiles, cómodos y gozosos los alegatos y los silencios, con las personas que eliges libremente para relacionarte y en el clima de franqueza que no exige esfuerzos ni imposturas.

En el camino del duelo, puse horas y lugares a nuestros primeros encuentros, cuando el viejo Parador de Turismo de Santa Cruz de La Palma no se había degradado al actual prosaico conjunto de oficinas. y su coqueta terraza, frente a la marina, era un espacio ideal para pasar una buena tarde, un set para grabar una entrevista para el diario de ocho páginas, con fotos de Diego Robles, o para la televisión única con la cámara de 16 mm de Javier Cobiella. Vivíamos una descafeinada pero interminable prolongación de la posguerra que, a fuerza de necesidades, en las periferias de la periferia, convertía una obra pública en un acontecimiento de época y desataba leves corrientes de optimismo en una comunidad nostálgica, hipotensa y rumorosa.

Entonces como hoy, pero con mayores y mejores facultades, transitaba entre deberes y aficiones que incluían los estudios y las colaboraciones en los medios para ganar el dinero de bolsillo. Eduardo, un orotavense cordial y exquisito en el trato, no sólo fue un amigo temprano sino también una fuente estimable de noticias, de buenas noticas que caían como lluvia de mayo en una ciudad y una isla donde no pasaba nada, pasaba muy poco y/o lo que pasaba de interés se cuchicheaba con modos de confesionario.

Años después y en cordiales encuentros, recordamos los buenos tiempos ganados – estoy de las perdidas de Proust hasta las narices – y los perfiles de los personajes de la época; las carencias de un territorio que, por más que se empinara, le costaba aparecer en el mapa, y el clima de cierta esperanza ante viejas y nuevas ilusiones. Entonces, con cierta desconfianza, aparecieron anuncios y proyectos, reformulados y planificados por un técnico creativo, riguroso y exigente, cuyo nombre está vinculado para bien a las principales infraestructuras públicas de nuestra isla.

Mi primera conversación con Eduardo García giró en torno al anillo hidráulico que, a partir de los años setenta, potenció las soleadas medianías entre Barlovento y Fuencaliente y que, con reformas y mejoras, permitió la colonización platanera más importante de la historia canaria. A partir de esta infraestructura emblemática y del embalse de cabecera de La Laguna, se registró y aceleró el pulso del lugar y los lugareños con una sensación parecida a la esperanza. Siguieron luego actuaciones capitales en los ámbitos viarios e hidráulicos al punto que es difícil localizar una actuación estratégica donde no aparezca la inspiración, el rigor y el trabajo del ingeniero orotavense. Y, eso que, tristemente, quedaron arrumbados en los armarios proyectos emblemáticos que los sucesores de Castro Cordobez, impulsor de un periodo áureo de las obras públicas en el archipiélago, no supieron o quisieron continuar; el Túnel de la Grama y la solución del Time, por ejemplo. En los momentos previos al funeral, con su colega Paco González, recordamos el mejor tramo de su biografía, cuyos perfiles personales mentó con exquisita frescura en el funeral una nieta dieciochoañera.

Eduardo García fue tan claro y directo en el trato como firme en sus convicciones. A regañadientes concurrió como número dos a las elecciones al primer Cabildo democrático de Tenerife y cumplió con reconocidas eficacia y caballerosidad por su propio partido y por los amistosos adversarios; ordenó las prioridades de inversiones y servicios y apostó con fe por las posibilidades del Hospital General, concitando la difícil unanimidad entre el personal sanitario y los usuarios del centro. En 1983 no hubo fuerza humana que le convenciera para seguir en la política. Contra la carrera de codazos, zancadillas y campañas de descrédito, se marchó seguro y satisfecho, ajeno a quienes le pedían su continuidad. «Zapatero a tus zapatos; yo vuelvo a lo mío», me dijo en un viaje a La Palma y, en lo suyo, con su gente y su amada profesión, permaneció desde entonces.

Compartí unas horas tristes con su viuda María del Carmen Hernández, paisana y amiga de los ciclos juveniles cuando se tenían que seguir las costumbres o inventar los ocios en nuestra pequeña ciudad; con sus hijos Eduardo, Elisa y Enrique, y sus nietos Eduardo, Ariadna, Enrique, Elisa y Carmen, dignos herederos de la sensibilidad y el buen estilo del amigo fallecido, despedido por un extenso grupo de gente diversa que tuvimos la suerte y el honor de disfrutar de su calidad personal y su entrañable cercanía. Días después descubrí entre las innumerables fotos y papeles que, con cariño y puntualidad hasta su accidentada muerte, me remitía mi hermano Manolo Ortega, unas instantáneas de La Investigadora con ocasión de una muestra de valientes paisajes de May – ese era el diminutivo juvenil de su esposa – y los rostros del buen prójimo buena que nos anima e inspira en el día a día desde la dimensión luminosa que se han ganado y en la que destaca el ingeniero Eduardo Rodríguez con su sinceridad y caballerosidad antigua, con unos valores perennes y en alza por la penosa mediocridad que nos amenaza. Por siempre, amigo.

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