Opinión

El día que Fidel me saludó

Con 14 años y en verano las prioridades son subjetivamente claras. Si a esta conjetura le sumamos un hotel de los buenos, la ecuación se pone bastante propicia para el epicureísmo. Corría el verano de 1996 y ahí estaba yo, un puberto pueblerino en el colosal Hotel Bahía del Duque que, sin duda, era lo mejor que había en el sur de Tenerife. Trabajadores ataviados con el traje tradicional de cada isla y unas instalaciones de lujo que nos definían como destino turístico top. Me decía: «Aprovecha compadre, que esto no pasa todos los días». Y vaya que así fue. Después de equivocarme de ascensor y dar 20.000 vueltas encontré una de las 300 piscinas que dibujaban un paisaje de ensueño. Antes de dirigirme a la tumbona, atisbé una muchedumbre ruidosa que se apilaba a la entrada de un restaurante donde servían comida impronunciable con cubiertos de oro. Como fiel amigo de la curiosidad, no pude evitar acercarme por si tenía la suerte de encontrarme a algún fino repartidor de cornetos. Detrás de cuatro armarios empotrados emergió la figura del por aquel entonces presidente del Gobierno de Canarias, Manuel Hermoso, un personaje que siempre me generó gran simpatía. Para mi sorpresa y estupefacción, en el medio de turba asomaba la sempiterna figura del abogado revolucionario Fidel Alejandro Castro Ruz, más conocido como el dictador cubano Fidel Castro. No me podía creer que todas las historias y cuentos leídos sobre la revolución cubana estaban a apenas seis metros de mí. Era real porque estaban fuera de los libros y de aquellos documentales borrosos de Televisión Española. Con puro en mano y tradicional uniforme verde saludaba a la veintena de devotos que lanzaban loas al dictador. Fidel saludaba, no creo que fuera a mí, pero yo le respondía como si nos conociéramos de toda la vida. Qué oxímoron tan extraordinario, Fidel en el Bahía del Duque, en el resort del capitalismo y la élite de la isla. Era el mencey en el territorio de sus ancestros, una figura que había sido testigo de más de 800 atentados, de los cuales la CIA solo se hizo responsable de ocho. Ahí estaba Fidel, el que ponía cámaras en las casas diplomáticas en La Habana para chantajear a sus invitados si osaban hablar mal de la revolución fuera del país. Fidel seguía saludándome, o por lo menos eso creía yo. En un abrir y cerrar de ojos desapareció de la escena. Como por arte de magia, los armarios empotrados lo llevaron a una suite donde reposó parte de las 21 horas que estuvo en Tenerife tras aterrizar con el aparato de Cubana de Aviación en el Aeropuerto Reina Sofía. Mi experiencia con la revolución cubana duró 10 minutos, lo suficiente para contarlo en este artículo que probablemente estaría censurado en el país caribeño. Ya de vuelta a la habitación, el día me deparaba la verdadera experiencia revolucionaria. Un señor vestido con el traje típico de Fuerteventura me pidió un ascensor, porque en ese hotel propiedad en su momento de Coronas todo te lo hacían, solo tenías que pagar y dejarte hacer. Entré al ascensor todavía con el sabor a ron añejo y caña de azúcar de Fidel. De repente, una voz suave y calmada me susurró a la espalda: «A qué piso vas, chico». Era Areusa en La Celestina; era la mismísima diosa Afrodita que había tomado forma en Maribel Verdú. «Hola, al séptimo piso, por favor». Me falló la estrategia, porque tuve la mala suerte de que se bajara en la planta tres. Me sonrió y se despidió con un encantador «hasta luego». Sí, Maribel Verdú me saludó, no como Fidel, que creo que ni se dio cuenta de mi presencia en aquella escena propia del realismo mágico de García Márquez. Al final, la historia absolvió a la gran Maribel Verdú.

@luisfeblesc

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