Opinión | GENTES Y ASUNTOS

Cuello blanco, guante blanco

Archivo - Obras de Velázquez, Goya, Murillo y El Greco llegan esta primavera al Prado tras un acuerdo con The Frick Collection

Archivo - Obras de Velázquez, Goya, Murillo y El Greco llegan esta primavera al Prado tras un acuerdo con The Frick Collection / THE FRICK COLLECTION / VELÁZQUEZ, 1944 - Archivo

El asunto de hoy encaja perfectamente en las dos adjetivaciones del título. En los llamados delitos de guante blanco se inscriben el hurto, el robo, la apropiación indebida, la estafa y el plagio entre otros; se realizan, en la mayoría de los casos, sin violencia ni intimidación y sin contacto directo con las personas afectadas.

Los delitos de cuello blanco suelen perpetuarlos personas con un alto estatus social y económico y en su listado aparecen el fraude, el tráfico de influencias, el cohecho, la quiebra fraudulenta, el vaciamiento de empresas, la malversación de fondos, la delincuencia organizada y el peculado, o sea, la apropiación del dinero perteneciente al estado y sus instituciones por las personas que se encargan de su custodia y control en beneficio propio o en connivencia o al servicio de terceros.

De cuello y guante blancos, estas violaciones de la ley son «limpias» – según el argot de los delincuentes – e incluyen «robos en museos, palacios, templos y establecimientos diversos, que exigen planes cuidados y no causan daños personales». A esa especie indecente y deplorable adscribimos la desaparición de cuatro óleos expuestos e inventariados en el Palacio Real de Madrid desde el 19 de agosto de 1989, cuando un funcionario advirtió su falta y los medios los difundieron con indignación y extrañeza.

El ladrón, o ladrones, lo tuvieron claro y fácil; sacaron, sin que nadie lo advirtiera, tres obras de pequeño formato y marcos iguales que lucían juntos en las dependencias museísticas que lindan con el Campo del Moro y los Jardines de Sabatini. Dos de ellas del mismísimo Velázquez –una cabeza de dama y un fragmento de una composición perdida con la mano del arzobispo Fernando Valdés y la firma del genio italiano– y una tercera, también un pequeño retrato femenino, de Carreño de Miranda, pintor de cámara de Carlos II. Dos meses después, mediado octubre, se comunicó la desaparición de un cuarto óleo, éste del pintor de cámara y director de la Real Academia de Bellas Francisco Bayeu y Subías (1734-1795), un ambicioso boceto para una alegoría de San Carlos Borromeo que nunca llegó a realizar.

De pequeño formato, las cuatro telas se expusieron desde que el palacio se abrió al público; las cuatro contaban con cartelas de madera con las autorías y números de inventario y entraban en todas las explicaciones de las guías oficiales. «El robo fue planeado minuciosamente», según comentaron fuentes oficiales entonces; y tuvo sombras de todo tipo y en todas las direcciones; no funcionó la vigilancia personal ni sonaron las alarmas; los ladrones cometieron la fechoría con toda tranquilidad «en unas fechas donde se realizaban trabajos de mantenimiento y entraban y salían personas de contratas y subcontratas», según la versión oficial.

Ocho personas fueron investigadas sin resultado y hasta hoy –treinta y cuatro años después– la exclusiva hipótesis que se sostuvo, y sostiene, es el indecente capricho de un/una coleccionista que los quiso para su exclusivo disfrute y tuvo cómplices y medios para hacerse con ellos. Por su amplia documentación y bibliografía, según la especialista Gloria Martínez Leiva, ninguna de ellas podría salir al mercado, ni tampoco la hubieran admitido las casas de subasta en su cartera de negocios. Entonces, Patrimonio Nacional valoró la pérdida en torno a trescientos millones de pesetas. Y, extrañamente, apenas se habló del suceso, salvo en ámbitos policiales –la Brigada de Patrimonio Histórico de la Policía Nacional y la Interpol– que la incluyeron en una base de datos común en las que se encuentran más de setenta mil piezas artísticas y suntuarias robadas a instituciones y legítimos propietarios.

Ahora nos pone en la posible pista del delito un libro de José María Olmo y David Fernández, titulado King Corp y récord de ventas en las últimas semanas; revela las andanzas del rey emérito, residente en la capital de los Emiratos Árabes. Hablamos de un texto de lectura fácil que tiene su mayor reclamo en la documentación de rumores de vieja circulación y, sobre todo, en dos cuestiones de relevancia y morbo: la supuesta paternidad de una conocida influencer, fruto de las relaciones del monarca con una aristócrata ya fallecida – que se apresuraron a desmentir los protagonistas – y la primera pista de los cuadros robados del Palacio Real.

En distintas intervenciones en medios audiovisuales, Olmo señaló un testigo de peso que reconoció los dos Velázquez «en el domicilio de una antigua amante del rey»; citó nada menos que al general Sabino Fernández Campos, jefe que fue de la Casa Real y persona de reconocidos méritos por la derecha e izquierda española, actor decisivo en la solución del 23-F, que habría hecho esta confesión a un amigo íntimo con el que hablaron los autores y que exigió, por motivos obvios, el anonimato.

Al margen del ruido que sus revelaciones provocaron en los ámbitos políticos y el común de los dos ciudadanos, reconociendo la importancia de las noticias y especulaciones sobre «las rutas del dinero del inmenso conglomerado económico del rey emérito», que dicen los autores, yo me quiero detener en un tema que, a lo peor, los amigos lectores pueden calificar de menor: el paradero de dos cuadros robados del Palacio Real, del patrimonio histórico y artístico de todos los españoles. Cada día que transcurre sin que sepamos qué paso y qué pasa para que esas obras estén todavía en manos particulares aumenta la extrañeza y enfado en los círculos culturales que quieren saber quién debe y tiene que tomar medidas en un delito y afrenta flagrante, qué instituciones y/o personas deben investigar la veracidad de la denuncia, para esclarecer el despropósito y, sobre todo, devolver al patrimonio común las obras robadas.

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