Opinión | El recorte
Lo que el viento se llevó II
Con lágrimas en los ojos, mientras el viento de la sierra le mueve el pelo, Irene Montero está de pie, delante de la piscina, despidiéndose del chalé de Galapagar que ha vendido para comprarse un ático en Madrid. Y mientras la cámara se aleja, ella dice: «A dios pongo por testigo que jamás volveré a la oposición».
Esta escena nunca se rodará. Porque la segunda parte de Lo que el viento se llevó ha cambiado de protagonista y de guión. A Montero solo le ofrecerán un papel secundario o incluso, en función de los resultados de mayo, de extra. Los focos están ahora sobre el último error de Pablo Iglesias, llamado Yolanda Díaz. Una más de «sus personas de confianza». Iglesias no tiene ojo clínico; tiene un hospital.
Podemos jugó sus cartas para absorber a Izquierda Unida, captando a Garzón. Impuso su popularidad para metabolizar el suelo del millón de votos de los restos del comunismo español. Y le salió fetén. Con firmeza leninista, Iglesias fue ejecutando a sus más cercanos desde Errejón a Bescansa, pasando por todos los que no compartían sus indiscutibles estrategias. Aquellos que le dijeron que era un error convertir a Podemos en un partido de la extrema izquierda. Los que defendían que había que pactar con un PSOE al que Podemos soñaba entonces con desplazar.
Lo que está haciendo ahora Yolanda Díaz no es más –ni menos– que copiar Podemos en una segunda (per)versión. Un partido comunista en el fondo, pero blandito en las formas. Sumar, es un cálido refugio para las víctimas de Iglesias y los desencantados podemitas que están abandonando el barco antes de que el agua les moje los tobillos. Toda la presión que han ejercido sobre Yolanda Díaz para obligarla a pactar y repartir el poder –los cargos– ha sido en vano. Hoy la mediática es ella. El relato, Pablo, es suyo.
La lideresa gallega primero contestó a Podemos con silencio. Ahora con ácido sulfúrico. Con una ensalada de hostias, según su Pigmalión. La única puerta de su iglesia que les abre a sus viejos camaradas es entrar de rodillas, como cualquier otro peregrino. Como uno más. Y las jóvenas ministras iracundas están masticando amargamente eso de tener que pasar por el aro, barridas por el marketing y la moda. Lo que vivió Albert Ribera cuando se le pinchó el globo y descubrió lo que vale un peine en este ingrato país.
Vamos a delirar. Estando Pablo y Betty Picapiedra detrás de todo, no descartaría uno que esto sí sea en realidad una película. Una pelea de ficción, capaz de atraer a los medios como la sangre a los tiburones. Y que en diciembre, cuando toque, haya final feliz. Las películas de antes nunca terminaban con un suicidio. Y Pablo Iglesias es un clásico.
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