Opinión | EL RECORTE

Un país de chiste

No se devanen los sesos: Sánchez no se irá. Es un líder político capaz de desafiar la ortodoxia, pero no hace nada que no haya sido calculado

Militantes y simpatizantes del PSOE comienzan a llegar a Ferraz para trasladar su apoyo a Pedro Sánchez

Militantes y simpatizantes del PSOE comienzan a llegar a Ferraz para trasladar su apoyo a Pedro Sánchez / JESÚS HELLÍN / EUROPA PRESS

El Estado soy yo, dicen que dijo Luis XIV de Francia ante el Parlamento. La historia demostró, con sus descendientes, que se equivocaba: el Estado era la guillotina. Algunos han querido ver en la decisión de Pedro Sánchez de irse unos días al rincón de pensar una irresponsable pataleta infantil. Otros una histriónica reacción de telenovela. Y algunos pocos una maniobra política arriesgada, de las que acostumbra.

Una vieja y mítica revista de la transición, el Hermano Lobo, sacó una portada para representar la vida de un país que tenía que elegir entre los herederos del franquismo o los nuevos partidos de una recién nacida democracia. Un orador subido a una tribuna le decía a la gente «O nosotros o el caos» y la gente le respondía «el caos, el caos», a lo que él replicaba: «Es igual, también somos nosotros».

A muchos socialistas la idea del fin del Sanchismo les produce vértigo. Hay demasiados damnificados en el partido, esperando, a la sombra. Muertos mal matados que rumian en silencio su ira, porque han convertido al socialismo en algo irreconocible. Y el único dique de contención ante todas esas facturas por cobrar es el propio Pedro Sánchez. No parece casualidad que su anuncio se haya producido antes del comité federal del PSOE, celebrado ayer, convertido en un acto de adhesión al caudillo. Lo primero que ha conseguido Sánchez es un cierre de filas enseñándoles a los suyos que no tienen alternativas. Una sacudida emocional para que todo el mundo se ponga las pilas.

El líder de eso en lo que se ha convertido el viejo socialismo español está embarcado en un homérico viaje que le aproxima a las afiladas rompientes de la derrota. Vive la paradoja de que para reinar tiene que entregar trozos de poder a las tribus que le sostienen. Como un náufrago rodeado de tiburones, los espanta arrojándoles pedazos de madera de la balsa en la que se mantiene a flote. No solo soporta las dentelladas de los adversarios políticos sino que tiene que sufrir las de los medios de comunicación, las del incómodo poder judicial e incluso las de sus supuestos aliados. Y todo ese desgaste se produce mientras se derrumba su izquierda, la de Yolanda Díaz, sin cuyo apoyo perdería el gobierno.

Hacía falta un revulsivo. Algo que rompiera la mecánica de deterioro de sus aspiraciones electorales. Un nuevo discurso. Reinventarse. Un hombre sencillo, profundamente enamorado, que no permite que le ataquen a través de su esposa. Algo emocional y primitivo.

Pero no se devanen los sesos: Sánchez no se irá. Es un líder político capaz de desafiar la ortodoxia, pero no hace nada que no haya sido calculado. Incluso ese bíblico periodo de meditación en el desierto de sí mismo, para elevar la tensión del relato esperando su decisión, es un giro de guión para crear expectativas. Pero Sánchez no se irá, aunque dimita de la Presidencia del Gobierno. Porque si lo hace solo será una operación para regresar como candidato ganador del voto útil de una izquierda que ahora mismo está en sus horas más bajas, con el proyecto de Yolanda Díaz en plena liquidación. O él o el caos.

España siempre se explica desde el humor. Hace también muchos años se publicó una viñeta inolvidable de Ricardo y Nacho antes de unas elecciones generales. Un ya quemado Felipe González se enfrentaba con José María Aznar subidos a un ring, en pantalones cortos y con guantes de boxeo. El árbitro, extendiendo los brazos, pronunciaba las típicas palabras antes de un combate: «Adelante y que gane el mejor». Y desde el público se escuchaba una voz que gritaba: «¡Noooo. El mejor no. Que gane el otro!» Han pasado los años y la viñeta sigue estando de plena actualidad. Debe ser porque este sigue siendo un país de chiste.

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