Opinión

Papas en Canarias y la guerra en Ucrania

Papas cultivadas en la isla de Gran Canaria.

Papas cultivadas en la isla de Gran Canaria.

Vivimos en un territorio con muchas limitaciones de agua y suelo, con una alta presión demográfica que nos condiciona. Tenemos un modelo de vida muy alejado entre los recursos propios que poseemos y las demandas que realiza una sociedad que cada vez está más desorientada y que apenas habla de cosas importantes como la alimentación.

El aparato productivo local ha perdido algo básico que nos marcó la geografía en la historia del Archipiélago, que es el autoabastecimiento. En contadas ocasiones tuvieron que socorrernos desde el exterior en los años de penuria, sequías, plagas de langosta o hambrunas porque éramos capaces de producir la mayoría de nuestros propios alimentos.

Sin embargo, ahora nos hemos hecho dependientes de casi todo. Apenas producimos alimentos para cubrir la demanda interna y ahora tenemos limitaciones en suelo para cultivar –como ocurre con el cereal– y problemas para alimentar una cabaña ganadera que nos abastece de carne y leche.

A eso hay que señalar una serie de problemas internos, políticos y culturales y la desagrarización de una sociedad que ha dejado de mirar para el interior y que está más pendiente de alegatos de sostenibilidad y de palabras como cambio climático, huella de carbono y kilómetro cero en vez de cultivar el campo.

Veamos un caso concreto de un alimento que nos podemos autoabastecer, como son las papas. En los últimos años hemos pasado de autoabastecernos y exportar hasta 40.000 tm3 a la dependencia del exterior, importando para el abasteciendo más de 50.000 tm3/año.

Estas cifras son tremendas y deben hacernos reflexionar. Tiene una lectura difícil de explicar a los habitantes de Canarias esta problemática, dado el nivel de paro que tenemos en las islas –sobre todo el juvenil, que es el más alto de España con una tasa del 43,5%–, en una sociedad que tradicionalmente había demandado cultura agraria y que era capaz de cultivar nuestros campos, generando una economía menos dependiente.

A la vez, eso ayudaba a evitar la propagación de los incendios forestales, ya que teníamos los campos cultivados y los entornos de las casas limpias y no como ahora, que están rodeadas de maleza. Ahora, el agro lo asociamos a las grandes cadenas de alimentación ya que apenas existen nuestras tradicionales ventitas o tiendas de víveres e importamos alimentos de aluvión, excedentes agrarios en unos casos y alimentos dumping en otros o alimentos anzuelo que arruinan la producción local.

Hemos de entender que la coyuntura internacional nos hace doblemente dependientes y que los costes de las papas de semilla han agravado la situación a nuestros agricultores, ya que somos dependientes de las Islas británicas y de Dinamarca. Ahora solo producimos papas de semilla y las variedades andinas, incorporadas por los emigrantes, la que comúnmente llamamos papas de color. Por no hablar del precio de los abonos y fertilizantes, que se cotizan casi a precio de oro.

Veamos otro cuello de botella en la producción local con la guerra de Ucrania. Los nitrogenados se han incrementado, según la UPA-COAG (Unión de Pequeños Agricultores y Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos) de 231 $ tm3 a 908 $ y en el año 2022 los fosfatos han pasado de 276 $ tm3 a 938 $, ocurriendo algo similar con la potasa.

Las sanciones impuestas a Rusia y Bielorrusia significan perder el 40% de la potasa que se comercializa en el mundo. En consecuencia, nuestros agricultores se encuentran con un incremento de los fertilizantes básicos para el campo, lo que repercute en el coste de las papas de semilla y los abonos químicos. Sin embargo, aquí no se ofrece un precio adecuado a los agricultores que garanticen esos costes, como de hecho ha ocurrido en los últimos veranos, pagando al agricultor un precio por las papas –a 0,50 euros el kilo– que no cubre los costes de producción. ¿Quién va a trabajar y sembrar papas para perder dinero?

Lo grave del asunto es que en Canarias no tenemos una política agraria que esté preocupada por ofrecer una cobertura alimenticia a la población y que se encargue de garantizar un porcentaje de la alimentación. No tenemos una política agraria que garantice a los agricultores un precio de coste.

Vemos cómo las palabras van por un lado y los hechos por otro. Los actuales políticos nos hablan de economía sostenible y huella de carbono, pero cada día tenemos menos agricultores y más tierras balutas, más dependencia del exterior, más paro juvenil y un campo sin relevo generacional.

Los datos que tenemos sobre la importación de papas de semilla para la cosecha de 2023 nos aventuran que seguiremos perdiendo superficie cultivada. ¿Qué significa eso? Que tendremos más tierras abandonadas –con más peligro de que los incendios forestales se propaguen–, más jóvenes parados y más dependencia del exterior.

Para cultivar papas no hemos de ir a estudiar a Harvard ni Oxford, ni poner en marcha cátedras, ni ministerios de lucha contra el cambio climático. Hay que tener menos burócratas que decidan sobre el campo y lo que realmente hay que hacer es pagar precios dignos a nuestros agricultores para fomentar el autoabastecimiento y que los jóvenes puedan acercarse a una actividad donde tengan ingresos dignos y adecuados.

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