En lo alto de María Jiménez, entre roques, tabaibas y montañas, allí donde hace más de mil años antes encontraron su hogar los guanches, residen hoy cerca de 270 personas. Se trata de los vecinos de Los Valles, tres caseríos del macizo de Anaga ubicados en el interior del barrio chicharrero de mira al Atlántico. Sus residentes presumen de disfrutar de una vida tranquila y del aire puro que proviene por un lado del mar y por el otro de las montañas. Y todo a tan solo ocho kilómetros de la ciudad.

Valle Brosque, Valle Crispín y Valle Grande son tres enclaves en uno. Los tres se caracterizan por tener sus casas en las laderas, por sus carreteras estrechas y sinuosas que parecen no tener fin y por el verde de su flora autóctona que bordea los senderos y cubre el paisaje.

Aquí, en este rincón rural a un paso de la ciudad en donde en vez de calles hay caseríos, los únicos que se atreven a hacer más ruido que los demás habitantes son los pájaros con sus cantos, las gallinas con su cacareo y las cabras con el tintineo de sus cencerros.

Ángel Luis Cabrera vive en Valle Crispín desde que nació, hace 56 años. Su casa, al borde de la carretera, está rodeada por las viviendas de sus familiares. Afirma sentirse "un privilegiado", acompañado por sus gatos y sus perros. "El sosiego que se respira en Los Valles no tiene igual", señala Cabrera. "Aquí vivo felizmente tranquilo, ajeno al ajetreo de la ciudad. Sin duda, esto es vida", agrega con un suspiro, mientras aprovecha para alimentar a sus mascotas.

Para los residentes del enclave, el mejor panorama es el que encuentran al asomarse a la ventana o mientras patean los caminos. O al menos eso piensa Ángel Déniz, que se encuentra con la mirada perdida, quién sabe en qué rincón de la montaña, apoyado en su mirador particular y apurando un pitillo. "Disfruto de las vistas que tengo en casa. No me canso de ellas", cuenta.

Su hija Ángeles, que aún recuerda con tristeza los efectos de la riada del año 2002, así como las lluvias de febrero de 2010, afirma que, "aunque se vive tranquilamente, sientes que las administraciones públicas nos tienen olvidados". "Ahora no podemos hacer negocios con nuestras cosechas porque no nos facilitan las cosas, así que las frutas y verduras son para nuestro consumo", puntualiza esta vecina de Valle Crispín.

En Los Valles todos los vecinos se conocen y se llaman por apodos. Además son capaces de reconocer y señalar las casas de todos los residentes. Gregoria Martín, vecina de Valle Brosque, patea todos los días la carretera para llegar a María Jiménez, en lo que calcula que es una media hora de paseo. "Esta es una zona de pocas casas, pero así es mejor. Hay menos bulla y más unión", apunta mientras continúa paseando junto a una amiga y su perro. "Antes vivía en María Jiménez, pero me vine a esta zona y de aquí ya no me muevo. Es una pena que no nos visiten más chicharreros y que el único lugar en el que se pueden hospedar es la casa rural que está antes de acceder a Los Valles", agrega.

Y es que los que más visitan esta zona de la capital son los senderistas, la gran mayoría de ellos turistas, que descienden desde la Cruz de Taganana o de Mataborrico y van a parar a este enclave. El camino siempre se hace ameno. Entre tabaibas, cardones y pencas, estas últimas repletas de higos picos ahora que están en temporada, el tiempo parece no pasar en los cuatro kilómetros que llevan al centro del barrio. Cuando se alza la vista, allí donde parece que nadie puede llegar, están la mayoría de las cuevas de Los Valles, aquellas que fueron habitadas por los guanches y que fueron ocupadas hace no muchos años por vecinos del barrio.

Santiago Déniz, nacido en Valle Brosque y actual presidente de la Asociación de Vecinos de María Jiménez, echa la vista atrás, cuando en torno a 1960 los vecinos de Los Valles comenzaron a emigrar a la parte baja del barrio. Hasta entonces allí se vivía de la agricultura y la ganadería. "Ni siquiera en ese momento había carreteras", señala Déniz. "Las primeras pistas se empezaron a construir en 1975", agrega.

Uno de estos vecinos que se trasladó al centro neurálgico de María Jiménez en la década de los 60 tras pasar su infancia y juventud en Los Valles fue Agustín Cabrera, que después de 30 años trabajando en el Puerto de Santa Cruz ahora disfruta de su jubilación en Valle Grande, el más bello de los tres por su orografía, según afirman los residentes. "En las Islas en pocos sitios se vivirá con la poca contaminación que hay en esta zona y respirando el aire del mar y del monte al mismo tiempo", dice mientras inspira profundamente. "En Los Valles no tenemos más que un negocio, la tasca Los Caminitos de Vicente, a la entrada de Valle Crispín. El resto de los comercios están en el centro del barrio, pero no nos falta de nada", agrega mientras continúa el paseo de la tarde junto a su mujer, Erminia García.

En el mismo Valle Grande, que alberga la galería de Guañaque, la cual años atrás se encargaba de surtir el agua a todo el barrio, se encuentra la ermita más peculiar nunca vista, integrada en la montaña y con su pequeño campanario en lo alto, a cinco metros del suelo.

En el interior del altar se encuentra una pequeña talla de Santa Bárbara, la virgen de los artilleros, que cada año celebra su día frente al Caserío El Cabo, donde reside Emilio Gómez, el vecino responsable de la peculiar edificación. Allí, cada 4 de diciembre, se reunían no hace muchos años los devotos de la imagen. "Cada año venía el cura y hacía una misa en la misma carretera. Aquí no hay peligro porque circulan muy pocos coches", cuenta Gómez. "Cuando el tiempo lo permitía, tirábamos fuegos artificiales y hacíamos grandes tenderetes.

Hace tiempo que no lo celebramos. La salud ya no es lo que era", agrega al tiempo que mira a su tan admirada Santa Bárbara.

Como si se tratara de una gran familia, muchos residentes de Valle Grande acuden a casa de Gómez a saludar y, por qué no, a tomar una taza de café con la leche fresca de las cabras que tienen Emilio Gómez y Pura, su mujer. Las reuniones en la vivienda dan para mucho, igual que los temas de conversación. "Este hombre se tomaba siete litros de leche y 69 huevos de una sentada", cuenta riendo Santiago Déniz. Gómez por su parte, hace memoria de aquellas competiciones que hacían de jóvenes. "En líquido bebía más que ninguno", añade antes de debatir sobre quién era el que comía mas garbanzos y carne.

Entre esos recuerdos también está Telesforo, un cabrero que recorría las montañas saltando con su lanza, el auténtico salto del pastor. "Era asombroso ver a ese hombre trasladarse por las laderas. Parecía que volaba", cuenta Déniz.

La historia parece detenida en Valle Brosque, presidido por los roques de El Campanario y El Chiguel. Este espacio alberga el mayor número de cuevas aborígenes y algunas casas antiguas, que como las de los otros valles, superan el siglo de antigüedad. Entre ellas se encuentra la venta de la vieja Concha, en el caserío de La Viña La Cueva, que era la venta del racionamiento donde los vecinos acudían a recoger sus alimentos con su respectivo cupón tras la Guerra Civil.

También está la ladera de Judas, donde está la cueva que lleva el mismo nombre y muy cerca de la cueva Chamaría, donde también residieron los guanches. Juan Déniz es uno de los afortunados que ha visto en lo alto de Los Valles cementerios de aborígenes. "En esta zona hay varios cementerios de los guanches en el interior de algunas cuevas. Hace años, por casualidad, encontré restos en una de ellas. Allí había huesos y cuentas así que deduje que eran de los guanches", explica. "El macizo de Anaga tiene muchas cosas por descubrir, y seguramente también tiene muchas cosas enterradas", concluye mientras ríe.