Desnudo en Puerto Cabras

La deportación decretada por el ‘Ganso Real’ (Primo de Rivera) fue, para Unamuno, el inicio de «la más fuerte de mis aventuras quijotescas»

Desnudo en Puerto Cabras

Desnudo en Puerto Cabras / El Día

«Castellano de angustias y vasco de nacimiento», según su definición, cabe apostillarlo también, tras su experiencia majorera, como canario de redención. Pionero en tantas aristas, Miguel de Unamuno y Jugo (Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936) puede ser considerado el primer turista español en practicar nudismo. Es fama que solía postrarse en la terraza de su pensión, el hotel Fuerteventura, a tomar baños de sol en bolas. Con tan solo la cara cubierta, tal vez, con el tomo de La Divina Comedia, de Dante, o el de los versos de Leopardi, o, incluso, el Nuevo Testamento en griego (los únicos tres libros de su equipaje), desoía los amables avisos del propietario sobre su completa visibilidad desde las casas aledañas, y, con el mismo ímpetu con que en su día pronunció su célebre «¡Que inventen ellos!» (los europeos), argüía ahora: «Yo no les miro. Que no me miren ellos a mí» (los vecinos).

«Frisando los sesenta» (que cumpliría en septiembre, en Francia), como anuncia en De Fuerteventura a París (1925), ya no era el mismo don Miguel que 14 años atrás, en el verano de 2010, había visitado las dos islas capitalinas como flamante rector de la Universidad de Salamanca. Se cumplía ahora un decenio de cuando, en el curso 1914-15, había sufrido la primera y más dolorosa destitución de ese cargo, ejercido sin interrupción desde 1900. El mismo conde de Romanones que catapultó a aquel reconocido intelectual de orientación liberal, precisaba ahora -según las crónicas- de «un rector dúctil y maleable, que les asegure un senador; aunque la enseñanza marche por un precipicio». El líder del Partido Liberal había sido presidente del Gobierno hasta el año anterior, y, con Salamanca libre de polvo y paja contestaria, volvería a serlo, por cierto, en 1915.

Como ha explicado el historiador Juan Marichal (El secreto de España), el aguerrido pero honesto catedrático de una lengua muerta, sin grandes ambiciones políticas y con un creciente prestigio en la producción de retórica útil para la deontología liberal, resultó entonces idóneo a los intereses del cacique Romanones y sus secuaces. Y, a su vez, las directrices de este de delimitar al máximo las actividades docentes de la Iglesia Católica, para potenciarlas en el ámbito público y estatal, coincidían con el ideario central de Unamuno. Pero el autor de Amor y pedagogía había dado ya demasiadas muestras de ir de por libre; no ser en absoluto «dúctil y maleable» –para el crucial feudo electoral salmantino del Conde. Al contrario, se había vuelto, además, un testarudo articulista, que arremetía sistemáticamente contra los «liberales de mantenimiento».

Si el viejo zorro lo destituyó del cargo frisando su 50 cumpleaños, ahora, al filo de los 60, el Ganso Real (como bautizó a Primo de Rivera) lo despojaba no sólo de cualquier vínculo con la Universidad, sino incluso de su condición de ciudadano, pues, en la misma orden gubernamental en que era suspendido de empleo y sueldo, se dictaminaba su deportación a la lejana Maxorata. Se iniciaba lo que él mismo considera «la más fuerte de mis aventuras quijotescas», que supuso un antes y un después en su itinerario ético e ideológico, e, incluso, estilístico, hacia posiciones espiritualistas más universales y concretas.

Pues, como es sabido, cuando, en 1910, visita por un mes las dos islas capitalinas, Tenerife y Gran Canaria, con todos los honores de rector de Salamanca, a tenor de mantener los Juegos Florales de Las Palmas, no se corta en arengar a las autoridades locales con la necesidad de salir del «aislamiento» y la «soñarrera tropical». «Es este un lugar de paso...[donde] vivís aislados y aislándoos», les espetará en su Discurso sobre la patria sobre el escenario del Teatro Pérez Galdós, el 5 de julio, para agregar: «Esto [Las Islas Canarias] es a modo de mesón, donde se descansa, se toma un refrigerio, se deja algo en la bolsa, pero donde no se deja ni se toma nada del espíritu […] Os encontráis con un horizonte cerrado; el mar os estrecha y os entrega a vosotros mismos». En cambio, cuando, en 1924, vive su destierro en la desértica y pobrísima Fuerteventura (del 10 de marzo al 9 de julio), Unamuno celebra la nueva proximidad física con la naturaleza elemental, que le brinda justamente el «aislamiento», ahora sacralizado como el espacio más propicio para los «peregrinos del ideal».

Como explica Eugenio Padorno en su sugerente pasaje «Unamuno, escritor canario», un paradójico proceso de transformación interior asistirá al autor de De Fuerteventura a París. Confinado en la desértica y periférica Fuerteventura («unas Hurdes marinas», escribirá en una postal a su llegada), terminará concibiendo la isla como una tierra de promisión, espacio propicio para el misticismo y el ideal estoico de «don Quijote». Le supondrá nada menos que «un oasis en el desierto de la civilización», como escribirá luego, desde Francia, en Cómo se hace una novela (1926), para añadir que Fuerteventura le ha revelado la «eternización de la momentaneidad».

Es una metamorfosis radical, según la recalca el propio Padorno en el estudio introductorio de su recopilación La realidad transfigurada. Quince artículos que Unamuno escribió en Fuerteventura (2018). Lejos del episodio «tenue» y tangencial con que se ha considerado siempre, en el ancho y largo itinerario del autor de Por tierras de Portugal y de España, el destierro le propiciará un «desarraigo» espiritual, que ya nunca le abandonará, derivando sus planteamientos hacia «una especie de mística africanizada», subraya. Gracias a «la santa libertad de que gozo en este confinamiento» –dirá en uno de sus artículos–, Unamuno se desprende de ciertos corsés maniqueos, a los que, muchas veces, había llegado por acorralamiento y tergiversación de sus adversarios, y advierte, allí y entonces, ante la veracidad tangible del entorno («esqueleto de Verdad», lo definirá) que «la autenticidad del hombre hispánico y su anhelada incorporación al todo humano pasa inexcusablemente», destaca su exégeta, «por la renuncia al españolismo defendido por los tradicionalistas y los europeístas».

En efecto, semejante a la caída del caballo de su encomiado San Pablo, pero a la inversa, por el efecto de subirse a lomos del camello majorero –que, en realidad, toda la Isla le merece, como su símil más certero–, Unamuno reafirma y sintetiza ahora (da con «el tuétano» o el «esqueleto», para decirlo con sus palabras predilectas) zigzagueantes o latentes planteamientos de su obra anterior, que venía mascullando de un modo análogo, tal vez, al rumiaje estoico de los camellos.

Su giro filosófico, desde lo unamuniano en ebullición a –por así decirlo– lo unamúnico del confinamiento, discurrirá en paralelo a la propia palinodia sobre su percepción del «aislamiento» canario. La «fuerteventurosa» experiencia le supondrá un aldabonazo casi crístico, que transforma la (intra) historia espiritual y ética de Unamuno. Víctima él mismo de un injusto castigo, se destaca ese carácter salvífico y redentor, como de transparencia recobrada, que le supondrá la «sinceridad» de aquel entorno, idéntico, en palabras del pensador, a la «austera resignación» y «resignada austeridad» de sus moradores. De entrada, la estancia le supondrá «un antídoto frente a la consideración negativa del progreso y de la civilización occidental, causantes de la deshumanización del espíritu». En adelante, el sentimiento religioso se radicaliza como experiencia necesariamente individualizada e interior, al tiempo que. a través de su proverbial emblema de don Quijote, reivindica la libertaria «autenticidad» del hombre concreto, «de carne y hueso», cada cual una «especie única», que no debe ser vulnerada.

Entre los artículos seleccionados, destaca la serie que publica en la bonaerense Caras y caretas, bajo el elocuente epígrafe de Divagaciones de un confinado. Entre muestras de rechazo a la germanofilia y al progreso material y futurista (»ni en aeroplano volará alguien más alto que voló la inteligencia sublime de Platón», escribe), se reclama ahí «pescador de metáforas», y, para predicar con el ejemplo, echa mano de los más simples y austeros elementos del paisaje.

Así, la aulaga le sirve para denostar el manifiesto de Primo de Rivera que apelaba al coraje «masculino» de sus súbditos, con deslizar que «la aulaga rechaza a los machos sin más que serrín en la mollera y pus en el corazón»; y, de paso, a la intelectualidad próxima a la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset: «[La aulaga no es planta] de estilistas de invernadero». Confiesa que, en su «noble soledad sahárica», le da el tiempo para recibir la visita de «todos los que en los largos siglos sufrieron la pasión trágica de España»; y señala que «los molinos de viento [para el gofio, «esqueleto de pan»] nos recuerdan a los gigantes contra los que peleó don Quijote».

Si la tendida orografía de la Isla (entre «las olas petrificadas de sus montañas» y «los barrancos secos y sedientos, cadáveres de río») emula el lomo del camello, la aulaga le supone el resumen de toda Maxorata. Según su descripción (el 30 de mayo, curiosamente, como anteponiéndose al Día de Canarias), «la aulaga, esqueleto de planta», y «la leche acre y cáustica de la tabaiba, jugo de los huesos calcinados de la tierra volcánica que surgió del fondo de la mar; tuétano de los huesos de esta tierra sedienta», representan, para el autor de El Cristo de Velázquez, la más elemental transustanciación del cuerpo y la sangre de la Isla.

Entre las diversas cabeceras madrileñas, destaca su serie de «Alrededor del estilo» en Los lunes de El Imparcial, donde ensalza la desnudez de la isla, y su «continuidad prehistórica» como metáfora de la desnudez del estilo. Al tiempo que reivindica la «honradez», contra el «pedantesco honor» tradicional, crítica los revestimientos de los estilos en boga, para concluir que «el que es capaz de apreciar la hermosura de una calavera, de un esqueleto, ha llegado a la suprema comprensión del estilo». En su afán por ser, digamos, unamunánime consigo mismo, el pensador engarza rotundos y lúcidos aforismos en torno a la definición del estilo. «El estilo es el alma hecha cuerpo y es el cuerpo hecho alma», dice, para opinar también que «es el estilo el que crea el pensamiento, y el que carece de estilo no piensa». Su destierro no le impide hacer que los literatos (y políticos) madrileños se desayunen los lunes con amonestaciones de esta guisa: «Los escritores correctos y los que escriben según eso que llaman el arte de hablar y escribir correctamente y con propiedad, carecen de estilo. O sea, carecen de personalidad».

Pero lo relevante es que sus disquisiciones le llegan dictadas por «el estilo de la desnudez» de la propia Isla, con su ortografía de aulagas y tinta de tabaiba –sobre la extensa página en que «el cielo es otra mar y las estrellas, frutos de las olas»–, «el estilo de la sinceridad toda ella. Aquí no hay embustes ni ficción».

Tras subrayar en un artículo (9 de abril) que «esta isla afortunada lo es de veras, pues no hay en ella ni «cine» ni equipo de football [sic]», Unamuno la describirá así días después: «Este pedazo de África, lanzado al mar, donde el manso arrullo del Atlántico briza el sosiego amodorrador de una vida de paz resignada y recatada [...] Esta pobre isla afortunada, donde no se conocen más cóleras que la de los camellos en su época de celo [...] Esta isla de Fuerteventura, henchida de belleza trágica, toda ella entrañas calcinadas de la tierra madrastra» (13 de abril).

Si, en su viaje anterior, había denunciado la endémica «soñarrera tropical», ahora celebrará Unamuno: «¡Qué sanatorio! ¡Qué fuente de calma! [....] Aquí no hay más tenorios que los camellos en esta época de celo, cuando sacan su vejiga de la boca [...] Bajo este clima prospera la Humanidad; pero una humanidad recatada y resignada, enjuta y sobria; una humanidad muy poco teatral. Y es que el clima no es teatral [...] Y ¡cómo se duerme! ¡Es una bendición! En mi vida he dormido mejor» (16 de mayo).

En las antípodas de aquel primer contacto con las Islas, el destituido rector celebra ahora el aislamiento: «La desnudez, la más noble desnudez, el descarnamiento más bien, es el estilo de esta isla afortunada, en que se gusta toda la hondura del aislamiento. Y el estilo de esta isla es ella misma, es la misma isla. Espíritu y cuerpo son una sola y misma cosa. Su cuerpo es ella misma, es la isla como valor espiritual y eterno» (1 de junio).

Cruzando, en fin, los atributos que dedica a la «fuerteventurosa isla africana» en los diversos artículos, el paisaje de la Isla es tildado de: «sediento»; «bíblico»; «evangélico», «estoico»; «esquelético»; «escueto»; «ermitaño»; «maternal»; «de la desnudez»; «de la verdad descarnada»; de la «austera resignación / resignada austeridad»; de «verdor de sequía / verdor de verdad», etcétera. Como subraya Eugenio Padorno, del mismo modo que Fuerteventura transformó la identidad del escritor, también, a la inversa, la fuerte impronta unamuniana, a través de su «universalidad» y «verbalización atlántico-africana», abrirá una nueva y definitiva senda en la poética insular.