Opinión | Observatorio
La legitimidad política y sus límites: una reflexión sobre la elección de órganos sin naturaleza política
Hace algunas semanas el Consejo de Administración de Radio Televisión Española, tras estudiar y descartar una fórmula de presidencia rotatoria para dicho ente, designó a Concepción Cascajosa como nueva presidenta provisional de RTVE. Esta mujer entró en la corporación pública a instancias del PSOE y milita en el citado partido. Tras difundirse su elección entre los medios de comunicación, volvió a avivarse la eterna polémica a causa de la cada vez más acusada politización de órganos que, pese a su naturaleza pública, no están llamados a funcionar como órganos políticos, ni menos aún partidistas. Los partidos políticos funcionan de facto como órganos de colocación de militantes y simpatizantes en instituciones de toda índole y en empresas de lo más variopinto, llevando la fórmula de la elección política hasta unos límites que desvirtúan la esencia de dichas instituciones y repercuten en su correcto funcionamiento.
La democracia parte de una sencilla y lógica teoría ideal, que termina complicándose a medida que se transforma en una realidad práctica menos perfecta de lo planteado en los manuales. El pueblo libre elige a unos representantes que ocupan los principales órganos representativos, con el fin de elaborar las leyes y ejercer las acciones de gobierno conforme al sentir ideológico de la mayoría, dentro del marco establecido en la Constitución. Sin embargo, este utópico y perfecto plan se va distorsionando a medida que se lleva a cabo. La normativa electoral, los grupos de presión y la concentración de poder en las formaciones políticas van generando alteraciones, en ocasiones no perceptibles a primera vista, que desvían el resultado final de aquel planteamiento diseñado en un inicio. Pero lo cierto es que, en esencia, los conceptos de legitimidad política y función representativa asociados a la elección existente entre la ciudadanía y el cargo electo constituyen la base de todo sistema que pretenda ser democrático.
Paradójicamente, fuera de los órganos de naturaleza política, dichos conceptos pierden su razón de ser e, incluso, dañan los cimientos de un verdadero Estado de Derecho. Por ejemplo, nos estamos acostumbrando a hablar de jueces conservadores o progresistas; a aceptar con naturalidad que un órgano como el Consejo General de Poder Judicial se reparta entre afines a los partidos políticos, en función de la composición de las Cortes Generales; a que los Consejos de Administración de las empresas públicas se compongan de militantes y cargos políticos en proporción a los resultados electorales. En definitiva, a que el trasfondo de la representación política lo impregne todo. Esta nueva (y peligrosa) realidad afecta también a otros principios básicos del sistema constitucional, ya que la separación de poderes, los controles y la independencia, objetividad y neutralidad de determinados órganos se pierden o, al menos, se difuminan de modo alarmante.
No cualquier órgano colegiado debe establecerse como una asamblea representativa del pueblo. No cualquier institución ha de responder al reparto de las siglas existentes en las Cortes Generales a resultas de unas elecciones. No cualquier organismo está llamado a representar a todas y cada una de las singularidades de una sociedad plural, ya sean políticas, religiosas, étnicas o de otra condición. La pretensión de extender la representatividad política más allá de los órganos de estricta naturaleza política supone una nefasta idea, tendente a pervertirlos a través de pugnas y dialécticas que no les son propias.
La situación se torna vergonzante y deshonrosa en casos especialmente dolorosos, como el que afecta al Consejo General del Poder Judicial. Con la totalidad de sus miembros desempeñando un mandato caducado desde hace más de un lustro, la previsión legal de que sean el Congreso de los Diputados y el Senado quienes los designen se ha revelado como un calamitoso fracaso, traduciéndose en uno de los episodios más indignos de la reciente historia de nuestra Carta Magna. Desde el punto de vista de la separación de poderes y de las necesarias independencia, objetividad y neutralidad en el desempeño de sus funciones, esta premisa de que a las formaciones políticas les corresponde elegir un número de miembros del órgano de gobierno de los jueces en función de los escaños obtenidos electoralmente no puede resultar más grotesca.
El GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) lleva reclamando insistentemente a nuestro país una serie de importantes cambios, en aras a erradicar ese sesgo político intervencionista en ámbitos que no le competen. Pero, visto lo visto, da igual que la Comisión Europea o el Consejo de Europa nos reprueben y censuren año tras año por este lamentable espectáculo. Se nos solicitan criterios legales objetivos para el nombramiento de los altos cargos de la judicatura, un cambio en el método de elección del Fiscal General y la revisión de su normativa, así como la eliminación de la intervención de representantes políticos en la elección de los miembros del CGPJ. Las directrices del Consejo son claras: «cuando existe una composición mixta de los consejos judiciales, para la selección de los miembros judiciales se aconseja que estos sean elegidos por sus pares (siguiendo métodos que garanticen la representación más amplia del Poder Judicial en todos los niveles) y que las autoridades políticas, como el Parlamento o el Poder Ejecutivo, no participen en ninguna etapa del proceso de selección».
En definitiva, esa labor de representación y de orientación política y social, que resulta tan lógica y loable en algunos órganos, se torna indeseable y despreciable en otros. Ni la legitimidad obtenida por medio de una elección democrática da derecho a trasladarla a todo tipo de instituciones, ni la misión de cualquier organización estriba en representar a la totalidad de las sensibilidades de la población.
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