Opinión | La gata sobre el teclado

María Pérez

Fragmentos del Edén

El otro día perdí un tiempo considerable buscando las llaves de casa dentro del bolso. No es la primera vez que ocurre, pero sí la primera vez que consideré seriamente la posibilidad de lanzar mi bolso por el Puente del General Serrador, y la primera vez que me detuve a pensar en la suma de todos los minutos de mi vida invertidos en la búsqueda de unas llaves dentro de un bolso. La sola idea de calcular una cifra aproximada me dio escalofríos.

La vida en Humanolandia está llena de sinsentidos y el más desquiciante de todos es ese invento del tiempo lineal. Eso de que el nacimiento no sea más que el pistoletazo de salida hacia la tumba es algo difícil de digerir. Pero lo increíble es que, a pesar de ser conscientes de que nuestro tiempo es limitado, nos atrevemos a usarlo en todo tipo de nimiedades o, peor todavía, de despropósitos que llegan a alcanzar elevadas cotas de infamia (como matarnos unos a otros por un pedazo de tierra o por un puñado de dólares, por ejemplo).

La sensación de pérdida de tiempo (y de paciencia) por no encontrar mis llaves me llevó a una reflexión acerca de la cantidad de límites y condicionamientos que tenemos en nuestras vidas y de lo imposible que resulta a veces creer aquello de que la voluntad todo lo puede. Y es que hay momentos o situaciones en nuestro día a día que nos llevan a cuestionarnos hasta qué punto tenemos opción o verdadera capacidad de elección. A veces, los condicionamientos son tan fuertes que la libertad se queda sin margen de maniobra. Ni siquiera la actitud es algo que se pueda elegir tanto como creemos. Y si ya estaba yo pesimista con el asunto, llega el New York Times a mi correo y me remata publicando una entrevista a Robert Sapolsky, un prestigioso biólogo y neurocientífico de Stanford que afirma que el libre albedrío… no existe.

En su último libro (Determined: A Science of Life Without Free Will) este investigador sostiene que creemos elegir nuestras acciones cuando en realidad es la biología, las hormonas, nuestra infancia y las circunstancias de vida las que convergen para generar dichas acciones. Según este prestigioso neurocientífico, actuar de una determinada manera, sabiendo que tienes otras opciones, no demuestra el libre albedrío. Y lo explica con pelos y señales desde un punto de vista biológico y neuroquímico.

Lo curioso es que ese mismo mensaje se ha transmitido desde la noche de los tiempos cuando se nos hablaba del destino o de los propósitos del alma. Nacer con Mercurio retrógrado en Piscis o tener un determinado circuito de neurotransmisores activado de serie es estar hablando de lo mismo, pero usando códigos diferentes. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de entender que venimos tan programados ya desde antes de nacer (y nos seguimos programando a lo largo de nuestra vida) que lo del libre albedrío parece más una ilusión óptica que un hecho constatable.

Esta dicotomía entre defensores de la libertad o defensores del orden establecido me recuerda a la historia de la humanidad contada en la saga de Assassin’s Creed. En ella explican que hace miles de años existió una raza anterior a la humanidad de avanzadísima inteligencia (los Isu), que fue capaz de crear a los humanos como obra de mano barata. En un principio estos primeros humanos estaban desprovistos de sexto sentido y además tenían implantados unos neurotransmisores que eran sensibles a los efectos de la tecnología Isu, conocida en general como Fragmentos del Edén, sometiéndoles así a la voluntad de sus creadores. Pero con el tiempo, el cruce entre los dioses y los esclavos dio lugar al nacimiento de una especie híbrida. Estos nuevos humanos estaban libres de neurotransmisores que les obligaran a seguir las órdenes a través de los mencionados Fragmentos.

A partir de ahí, se crea la eterna guerra entre los Templarios, defensores de los que pretenden controlar al ser humano (con el argumento de que es por su propio bien) y los Assassins, los rebeldes que defienden la libertad como camino y el derecho a equivocarse como vía de conocimiento. A mí, personalmente, me resulta infinitamente más estimulante lo que me cuentan los señores de Ubisoft Entertainment S. A. en sus videojuegos que la neurociencia del investigador de Stanford. Que para cuatro días que nos dura esta vida, yo prefiero pensar que soy una híbrida inmune a los Fragmentos del Edén, con un ADN que se lo rifan las altas esferas de las hermandades templarias, antes que una triste carcasa o avatar humanoide lleno de programaciones bioquímicas, incapaz de cambiar sus patrones de comportamiento por su propia voluntad. Y como sé que puedo elegir, pues voy a empezar por comprarme un llavero más grande o un bolso más pequeño, lo que haga falta… con tal de encontrar las benditas llaves a la primera.

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