Historias Irrepetibles

La madre del judo

“Rusty” Kanakogi, pandillera juvenil en el Nueva York de los años cincuenta, dedicó su vida a pelear para que las mujeres tuvieran su espacio en este arte marcial

Hipotecó su casa para patrocinar el primer Mundial femenino y amenazó con llevar al COI a los tribunales por dejarlas fuera de los Juegos Olímpicos

Kanakogi, durante un entrenamiento.

Kanakogi, durante un entrenamiento.

Juan Carlos Álvarez

El maestro Jigaro Kano creó a finales del siglo XIX el judo bajo el lema “máxima eficiencia con mínimo esfuerzo, en aras del esfuerzo mutuo y el beneficio común”. Nació y creció como un deporte de hombres y durante décadas a las mujeres que lo practicaron se les permitió únicamente tomar parte en exhibiciones. Las competiciones estaban prohibidas para ellas hasta que apareció en escena Rena Kanakogi.

Rena Glickman (su nombre real) nació en 1935 en Nueva York y no tuvo una juventud sencilla. Su padre abandonó el hogar familiar cuando era una niña y desde muy joven aparcó los estudios y se dedicó a buscar pequeños trabajos con los que ayudar a su madre que vendía perritos calientes. Era grande, fuerte y tenía un carácter terrible. Una banda callejera, los “Apaches”, acabaron por reclutarla y aquello pudo llevarla por el peor de los caminos. Se vio involucrada en no pocas peleas y en su cuerpo empezaron a asomar las cicatrices por heridas de arma blanca. Esa clase de incidentes y el temor a que los problemas en la calle fuesen a más la llevó a entrenar. Le gustaba visitar el gimnasio, levantar pesas y enzarzarse con el saco de boxeo donde descargaba toda la furia que llevaba dentro. Sus compañeros de andanzas la apodaron “Rusty” y durante un tiempo llegó a plantearse de forma remota la posibilidad de buscarse la vida en el boxeo. Pero por el camino tuvo una revelación. Un vecino le enseñó un día una técnica de judo, deporte que había llegado a Estados Unidos sobre todo gracias a los soldados que volvieron de la Segunda Guerra Mundial, y ya no quiso saber casi nada del boxeo. Se sintió atraída de inmediato por el arte marcial, sobre todo porque la calmaba y la ayudaba a desarrollar el autocontrol, una de sus grandes carencias. Su vida seguía siendo un caos, se casó joven, tuvo un hijo, se divorció al poco tiempo, saltaba de trabajo en trabajo…pero todo parecía estar en orden cuando se subía al tatami.

Sin competiciones en las que poder participar “Rusty” Glickman decidió dar un paso más y con la colaboración de su grupo de entrenamiento se presentó en el Campeonato de la YMCA en Nueva York disfrazada de hombre. Las mujeres no estaban explícitamente excluidas de la competición, en la inscripción no se preguntaba el género y antes de ella ninguna se había atrevido a presentarse. Ella se cortó el pelo, se vendó el pecho y se sentó junto al resto de miembros del equipo bajo el nombre de Rusty Glickman. No estaba previsto que subiese al tatami, pero la lesión de uno de sus compañeros le obligó a ello. Ganó su combate y por el pabellón comenzaron a circular rumores. Antes de la entrega de las medallas la organización le preguntó y ella reconoció su verdadera identidad por lo que la invitaron a salir del podio sin el premio que se había ganado. Se sintió humillada, pero se prometió a sí misma que nunca más permitiría algo así y que lucharía para que las mujeres que viniesen tras ella tuviesen su lugar en el judo.

A comienzos de los sesenta se fue a Tokio a entrenar en el lengendario Kodokan

A comienzos de los sesenta, sin más posibilidades de evolución en Estados Unidos y sin competiciones a las que acudir, viajó a Japón con todo lo que había ahorrado durante unos años para entrar en el Kodokan de Tokio, la institución legendaria y escuela que fundó Jigaro Kano. Desde 1926 las mujeres entrenaban en el Kodoban, pero siempre en sus propios grupos, separadas de los hombres. Pero con Rena las cosas fueron diferentes. Demostró en poco tiempo semejante superioridad sobre la mayoría de las practicantes que los maestros le permitieron comenzar a entrenar con hombres. Fue ahí donde conoció al amor de su vida: Ryohei Kanokogi, cinturón negro sexto dan, y con el que se casó a los pocos años. “Nunca me hubiera casado con alguien con menos nivel” bromeaba quien a partir de ese momento comenzaría a ser conocida por “Rusty” Kanakogi. Después de un tiempo en Japón y de vivir en Tokio los Juegos de 1964 en los que el judo por primera vez entró a formar parte del programa olímpico (Kanakogi era uno de los entrenadores del equipo japonés que ganó tres oros y una plata) la pareja se instaló en Estados Unidos donde se dedicaron a enseñar el judo y a pelear para que las mujeres tuviesen su espacio en ese deporte. Es cierto que afloraban las competiciones, pero aún había espacios vedados, los que dan más visibilidad y los que terminan por impulsar una modalidad a los ojos del gran público. Esa era la tarea principal de “Rusty” Kanakogi y su empeño permitió que se diesen pasos de forma constante.

En 1980 Kanokogi organizó en el Felt Forum, uno de los recintos deportivos que forman parte del complejo del Madison Square Garden, el primer Campeonato del mundo de judo femenino. Para ello se jugó su propio patrimonio. Con escasas ayudas hipotecó su propia casa para conseguir el dinero necesario y reunió a veintisiete selecciones en la Gran Manzana. Aquello era fundamental porque el COI, para abrirle la puerta a las mujeres en el programa olímpico, reclamaba que se disputasen mundiales con al menos veinticinco países en competición. “Rusty” lo consiguió en aquel 1980 en el que se jugó todo lo que tenía. Por eso, cuando poco tiempo después se anunció que las mujeres tampoco estarían en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1984, estuvo a punto de explotar. Aquí hubo poco del autocontrol que le proporcionaba el judo y su práctica. Sus apariciones en púbico resultaron incendiarias, clamó contra el machismo que imperaba en su deporte y amenazó con demandar al Comité Olímpico Internacional por discriminación sexual. Para ello tuvo el apoyo de algunos políticos, de otras deportistas célebres como la tenista Billie Jean King, y de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles, dispuesta a cargar con los gastos que llevase el litigio contra el organismo que dirigía entonces el español Juan Antonio Samaranch. El estruendo que provocó fue tan extraordinario que pocos años después el COI hizo oficial que el judo femenino formaría parte del calendario olímpico de Seúl en 1988 aunque solo como exhibición. Sería en Barcelona en 1992 cuando ya entraría como pleno derecho.

A ”Rusty” Kanokogi se la considera por todo ello la “madre del judo”. A Seúl acudió como entrenadora de la selección estadounidense y una chica entrenada por ella, Margaret Castro, consiguió el oro que seguramente hubiese colgado del cuello de Kanakogi muchos años antes si hubiese tenido la oportunidad. Después de aquello, satisfecha por el trabajo realizado, “Rusty” se centró en seguir enseñando el judo y cuidando de la familia que había formado con Ryohei Kanokogi. Un cáncer diagnosticado poco después de cumplir los setenta años desató una oleada de reconocimientos. Un año antes de morir entró en el Salón de la Fama del judo y se le concedió la Orden del Sol Naciente, el mayor galardón que otorga el estado japonés, como agradecimiento a todo su esfuerzo y dedicación para que las mujeres tuviesen en el judo y en el deporte el lugar que les correspondía. Pero en medio de aquella lluvia de gratitud hacia ella, tal vez hubo un acto aún más llamativo y simbólico. La YMCA le entregó cincuenta años después la primera medalla conseguida en su vida en los tatamis y que le arrebataron tras descubrir que era en realidad una mujer disfrazada de hombre. La directora de la institución le hizo entrega del oro y de una disculpa. Ella se limitó a repetir algo que ya había dicho en numerosas ocasiones a lo largo de su vida: “Solo me preocupaba de luchar por aquello que consideraba justo”.

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