La opinión del experto

Tecnología y ciencia salen al rescate de la Tierra

Somos culpables, gritamos desde todos lados. Y nos amenazamos: esto no va a quedar así.

La Estación Espacial Internacional con la Tierra detrás.

La Estación Espacial Internacional con la Tierra detrás. / DPA

Martín Caicoya

No estamos aquí para divertirnos, dijo el filósofo Wittgestein. Coincide con la idea cristiana del valle de lágrimas, de obligación de purgar un pecado cometido por nuestros primeros padres. Y con la idea de desprenderse de los deseos, de cualquier atadura a este mundo para progresar en la eterna reencarnación de algunas filosofías orientales. Sea como sea, el caso es que nos sintamos culpables. Lo somos de destruir el mundo que se nos entregó, armónico y bello. Lo ensuciamos, lo trasformamos y utilizamos sin piedad. El filósofo Singer nos acusa de comer animales, seres sintientes a los que no respetamos.

Todo empezó en el Neolítico. Hasta entonces éramos uno más entre las fieras. Las plantas seguían su ritmo y ofrecían sus productos cuando el sabio azar que ordenaba el mundo lo decidía. Pero el ser humano, imbuido de razón, supo dominar ese azar y las obligó a producir a su gusto. Y encontró la forma de que algunas fieras trabajaran para él. Ya no tenía que ir a cazarlas: las alimentaba con el grano cultivado y las sacrificaba cuando las necesitaba o aportaban el máximo de alimento. O las utilizaba para que hicieran parte de su trabajo. Las explotaba. Plantas, animales, ríos, mares, todo bajo el poder casi omnímodo del ser humano. Y llenamos nuestro mundo de desechos hasta convertir cielo, mar y tierra en un basurero.

Somos culpables, gritamos desde todos lados. Y nos amenazamos: esto no va a quedar así. Gaia, la tierra, se vengará y nos destruirá, más vale que empecemos cuanto antes a pedirle perdón. Y nos reunimos en conferencias, y se dictan leyes, se hacen promesas, se proponen acciones. Mientras, todo sigue igual o peor. Y cada alteración de ese equilibrio nos alarma: nunca hizo tanto calor, nos asedian los incendios, tenemos microplásticos en todo el cuerpo, se deshielan los polos, se secan los ríos, nos azotan los tifones, huracanes, aguaceros, inundaciones. El mundo se va a acabar.

Si estamos tan preocupados, ¿por qué no hacemos gestos, pequeños gestos, como nos pedía la radio pública, para salvar el planeta? Porque todo lo que hacemos para dañar el planeta forma parte de nuestra forma de estar en el mundo. No son elecciones individuales libres, están condicionadas por el entorno, como nos condicionó durante varias décadas el fumar. Hay que facilitar las elecciones saludables y obstaculizar las perjudiciales.

Qué es saludable y qué es perjudicial puede constituir un juicio de valor, una imposición. Que fumar produce innumerables trastornos de salud, es indudable. Que uno prefiera vivir su vida disfrutando del tabaco, aunque sepa que puede causarle enfermedades, es razonable. Sin embargo, como pensamos que la elección de fumar está muy condicionada por la influencia de los vendedores de tabaco y que su uso crea adicción, situaciones ambas en que está coartada la libertad, creemos que desde la salud pública tenemos la obligación de contrarrestar esos efectos.

Volviendo a la transformación de la tierra. Nos sentimos culpables y ser culpables es una forma de estar en el mundo. Quizá cada vez que cogemos el coche en vez de ir en transporte público, o encendemos la calefacción en vez de poner más mantas, sintamos un remordimiento. Pero convivimos con él, y viajamos en avión, y compramos productos lejanos, y nos atiborramos de carne de vacas estabuladas y pedimos más de todo en todos los sitios. Y los objetivos, año a año, incumplidos. Quizá tengamos que cambiar la mirada: en lugar de culparnos y prohibir, tenemos que cultivar las cualidades que nos hicieron llegar hasta donde estamos. Más que intentar que cambiemos nuestra forma de vida, que parece muy difícil y lenta, intentemos aprovechar este desastre para crear riqueza. Es trasformar la necesidad en virtud.

Hemos visto que la presión inmediata y los esfuerzos combinados fueron capaces en tiempo récord de cambiar para siempre la tecnología de las vacunas. Que tendremos más epidemias, no cabe duda, pero estamos mejor preparados. Ciencia y tecnología, con lo mismo que destruimos el mundo que recibimos, pueden ser nuestra salvación, o la salvación de nuestra cómoda, para muchos, forma de vida.

Hay una mística del sacrificio como camino de redención. Es lo que se pide para salvar la Tierra. No cabe duda de que es necesario reducir el consumo. Mientras, el mercado podría ir ofreciendo productos menos contaminantes que a la vez cumplieran con las expectativas de precio, utilidad y representación social. De manera que se aspire a ellos, que no sea un esfuerzo o una postura adquirirlos. Es cambiar el palo por la zanahoria. Hacer fácil, barato y deseable el coche eléctrico o la instalación y aprovechamiento de paneles solares son ejemplos evidentes de los que se puede hacer. Pero no es suficiente.

Se están creando grupos de jóvenes, emprendedores y científicos, que quieren aprovechar la oportunidad para desarrollar tecnologías con energías alternativas y medios de captura de los desechos de la industrialización y nuestro modo de vida. Hacer negocio. En ellos, movidos por el afán de lucro, fama y reconocimiento, me gustaría confiar.

Suscríbete para seguir leyendo