Opinión | Un carrusel vacío

La mala educación

La mala educación

La mala educación / El Día

No me gustan los niños. Sé que esta es una opinión tremendamente impopular y demasiado generalista. Sobre todo, siendo yo una mujer, llevando sobre los hombros la carga histórica del «don de la creación», el «milagro de la vida» y todo eso. Todavía una parte de la sociedad sigue convencida de que no podremos considerarnos mujeres «completas» si no somos madres. Hay una rama del feminismo que exalta la maternidad como si fuera la virtud que más debiese enorgullecer a las mujeres, aquello que nos diferencia de los hombres. Sin embargo, no ser madre también es una elección y nos hace tan mujeres como aquellas que eligen serlo. Porque la feminidad no debería reducirse a eso.

Más allá de estas cuestiones profundas, afirmar que no me gustan los niños es caer, quizás, en una innecesaria generalización. Así que voy a ser más específica: no me gustan los niños malcriados. Por ejemplo, si estoy en un restaurante o en un avión y tengo la mala fortuna de acabar en un sitio cercano a una criatura, ya de algunos años, que llora y grita y va minando lentamente mi serenidad, me planteo numerosas preguntas que se dirigen, más bien, a los progenitores en cuestión. Porque la realidad es que detrás de un niño malcriado hay un padre absurdo. Padres que consideran que el adverbio «no» es la peor aberración que podrías dedicarle al niño: la huella de un inconcebible autoritarismo. Y en vez de decir «No; eso no se hace», ellos defienden que hay que intentar dialogar con el niño antes de ser más directo.

Hace poco, viví una situación alucinante. Estábamos en la sala de espera de un hospital y un niño de unos tres años correteaba incesantemente entre las filas de sillas, emitiendo a la vez una especie de chillidos. Una señora le dijo que estaba molestando y la madre, que hasta ese momento había estado absorbida por su dispositivo móvil, se levantó como con un resorte, cogió de la mano a la criatura y se enfrentó a la mujer: «Usted no es nadie para hablar así a mi hijo», le espetó. Después, nos dio a todos una lección magistral sobre lo que tendría que haber hecho. La solución ideal habría sido preguntar al infante si él creía que aquel era un espacio indicado para correr y jugar. El niño, por sí mismo, habría llegado a la conclusión de que estaba molestando. Yo pensé en lo que me habrían dicho mis padres; tal vez algo parecido a «Siéntate ahora mismo y deja de molestar». Con gesto adusto, por supuesto. Y no he crecido traumatizada en absoluto.

Unos días más tarde, una pareja joven llevaba a su hija, también de tres o cuatro años, por la calle, con una especie de cochecito de juguete con el que molestaba a los transeúntes. La niña iba llorando, berreando. La madre, con una voz melosa, le dijo: «Cariño, ¿quieres que volvamos a casa?», mientras el padre, con idéntico tono entontecido, le preguntaba a la criatura por qué lloraba. A esta solo le faltaba, de la rabia, coger el cochecito y tirárnoslo en la cabeza a alguno de los desafortunados que pasábamos por allí.

Lo cierto es que son muchas las posturas actuales de psicopedagogos que consideran que hay que mostrar a los niños una actitud «positiva y constructiva» para que «reformulen sus actitudes», en lugar de decirles «eso no se hace». No defiendo un excesivo autoritarismo, pero tampoco una absoluta falta de autoridad. ¿Cómo van a educarlos así, creyendo que pueden hacer lo que quieran? Leo en un artículo de Internet que la corriente que considera que los «noes» perjudican el desarrollo de los niños se llama «crianza positiva». El término «crianza», tan de moda en nuestros tiempos, ya me suena fatal; me remite más bien a la cría de caballos o de gusanos de seda. Prefiero hablar de «educación» o de «cuidados». Pero eso es una opinión muy personal y muchos especialistas podrían corregirme.

Por suerte, no todos los niños son insoportables. Se nota la educación recibida. Los maestros y profesores somos especialmente conscientes de esta circunstancia y nos maravillamos al encontrarnos con chiquillos bien educados. Recuerdo entonces que, en realidad, siempre me ha encantado el mundo de la infancia: la imaginación, la literatura infantil y juvenil, los clásicos de animación de Disney… Yo misma sigo siendo una niña, muy en el fondo. Y es bonito compartir todo este mundo con ellos, si ellos están abiertos a que lo hagas. Es casi como volver, de algún modo, a tu propia infancia.

Reformulo, entonces, mi confesión: detesto profundamente a los padres que malcrían a sus hijos. Y todo esto para acabar admitiendo que, si encuentro el necesario equilibrio en mi vida, me gustaría ser madre. Pero no, desde luego, para ser más mujer.

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