Opinión | EL RECORTE

Ya huele a Carnaval

Concurso de Ritmo y Armonía de las comparsas del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife 2024

Concurso de Ritmo y Armonía de las comparsas del Carnaval de Santa Cruz de Tenerife 2024 / María Pisaca

Las primeras imágenes del Carnaval de este año ya están en nuestras retinas. En las mías destaca una larga hilera de ciento y la madre de turistas que abandonados por quién sabe qué guaguas y bajo una ligera lluvia, arrastraban penosamente sus maletas por las ramblas rumbo a un lejano hotel. Porque lo primero que hacen las fiestas es cargarse el tráfico de la ciudad, cortándolo con un tajo multicolor de luces, policías, vallas y mascaritas.

El día después de la cabalgata, la ciudad ya huele como un urinario: esa inefable mezcla de meados y zotal. Y para demostrar la fuerza de las carnestolendas ante el cambio climático, a pesar de la calima, del viento y del calor, en las primeras horas de la primera noche carnavalera el dios del cielo lloró sobre Santa Cruz unas pocas lágrimas simbólicas. La lluvia nunca falta a su cita con Momo.

Luego todo ocurrió como siempre. La ciudad dormitorio que algunos consideran ciudad cementerio, la de las noches de calles vacías y espesos silencio, pareció poseída. Mientras la oculta luna ascendía a los cielos macarronésicos, la licantropía más feroz sacudía con espasmos a las falsas enfermeras, vaqueros, romanos, elfos, marcianos, osos y todas esas criaturas del bar de Star Wars que salen de sus madrigueras con una insaciable sed de música y alcohol, esa sustancia tóxica que destruye vidas y familias y que las autoridades recomiendan encarecidamente no consumir mientras sostienen una copa en cualquier esquina.

El mapa tradicional de la fiesta va cambiando. Pero hay uno originario. La chiquillada se concentra junto a los muros de la prisión que encierra a Santa Cruz y le impide ver el mar: una muralla de cemento, grúas, piche y contenedores. Se dispersan por la zona de la Plaza de España y aledaños donde gente muy lista diseñó una gigantesca fuente en forma de charca, para tenerla siempre seca, y un potencialmente peligroso paisaje de agujeros y recovecos diversos.

Conforme se asciende por la cuesta de Santa Cruz, el mapa del Carnaval nos va ofreciendo otros ambientes. La Plaza del Príncipe se ha convertido en algo parecido al viejo Parque Restregativo del siglo pasado. Ahí recalan algunos de mayor edad, interesados en algo más que dar brincos al ritmo del reguetón. El pijerío se refugia en el callejón del Corinto, donde en avanzar diez metros en línea recta se tarda lo mismo en las colas mañaneras de la Autopista del Norte.

Y en el vértice del Águila, la proa del mogollón, confluyen las olas de los que bajan y los que suben hacia la zona del Orche y de Weyler, que es donde recala la gente más tranquila, por no decir más vieja, a los que les da repelús bajar a palo seco hacia la batidora humana que les espera más abajo y quieren empezar calentando motores en el extrarradio. Así empezó esa zona, como una base de lanzamiento que terminó conquistando su propio espacio en el mapa carnavalero algo que se certifica claramente empiezan a aparecer los quioscos: porque donde hay nasas hay pescado.

Como el carnaval es algo vivo, todos los años se producen mutaciones. El mundo gay que estuvo años por la plaza de Europa terminó derivando –lógico, porque el edificio de Hacienda está al lado y tiene las vibraciones que tiene– hacia la plaza de San Francisco. Y como el disfraz encubre la edad y convierte a todos en la misma cosa, hay gente que se lanza y se mezcla entre tribus que no son las suyas, donde coexisten con turistas despistados y exaltados ante el mayor espectáculo callejero que han visto en sus vidas. Ya veremos al final de esta larga semana de orines cómo ha sido el parto de este año. Si nos llevamos por la gala, la criatura venía de nalgas. Pero luego llega la calle y lo arregla todo.

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