Opinión

José de Zárate

La Laguna, el silencio de una ciudad

Una de las calles peatonales del casco histórico de La Laguna.

Una de las calles peatonales del casco histórico de La Laguna. / Andrés Gutiérrez

Ciudad tranquila de los conventos y de las huertas,

mientras la lluvia pule las piedras de tus blasones,

serena tejes tu noble ensueño de cosas muertas

en un silencio pleno de extrañas evocaciones...

Los certeros versos que La Laguna inspiraba hace ochenta años en el poeta Manuel Verdugo perduran en la memoria de sus vecinos, asaltados ahora hasta horas de la madrugada por ruidos contra los que no cabe defensa que les impiden ejercer sus derechos más elementales: el derecho al sueño, el derecho a la salud, el derecho a la inviolabilidad del domicilio.

Los vecinos no encuentran amparo en las fuerzas del orden. Cuando un vecino se atreve a acudir a la Policía municipal, lo despachan con un lacónico «el Ayuntamiento lo ha autorizado». Y es así: el Ayuntamiento lo autoriza y alienta al permitir la instalación en el centro de la ciudad de plataformas con potentes altavoces que incumplen su propia regulación.

Porque es regulación del Ayuntamiento la Ordenanza para la Convivencia Municipal de 13 de noviembre de 2015, donde se establece que «entre los derechos de los ciudadanos está el de comportarse con libertad y sin coacciones en los espacios públicos... sobre la base del respeto a la libertad, la dignidad y los derechos reconocidos a las demás personas (artículo 6.1)».

Una ordenanza que protege el «derecho a un entorno sin ruidos» con la prohibición expresa de «utilizar aparatos de reproducción sonora a un volumen superior al permitido; permanecer en horario nocturno en concurrencia con otras personas o grupos de personas, reunidas en la vía o espacio público, produciendo ruidos que ocasionen molestias y perturben el descanso y la tranquilidad de la vecindad (artículo 35.2)».

Una ordenanza que en su regulación de las actuaciones musicales callejeras prohíbe «la ampliación de sonido que superen los 60 decibelios... a través de altavoces, amplificadores, ni otros equipos (artículo 37.3)».

Y una ordenanza que, por último, pide la colaboración de los ciudadanos prometiendo poner «todos los medios para facilitar que cualquier persona pueda poner en conocimiento de las autoridades municipales los hechos contrarios a la convivencia (artículo 63 de la ordenanza), y que cualquier persona pueda presentar denuncias (artículo 66 de la ordenanza)».

En resumen: todo lo que este Ayuntamiento de La Laguna viene haciendo con impunidad, alevosía y nocturnidad en perjuicio de los pacíficos vecinos está expresamente prohibido por su propia ordenanza.

El derecho al descanso nocturno es un derecho de la persona, por necesidad fisiológica y por respeto a los ritmos circadianos, a los procesos productivos, y a las necesidades de enfermos y gentes mayores.

Esto no es un alegato contra la fiesta y el encuentro, tan necesarios en su justa medida como otras formas de convivencia que en La Laguna son ya costumbres antiguas. Entre ellas, unas arraigadas tradiciones de música y religión que no dependen de la gestión pública ni representan un gasto significativo para el presupuesto municipal.

Las procesiones religiosas y las alfombras de flores son conocidas por todos. Pero entre las actividades de la Navidad de este año me ha llamado especialmente la atención la ruta de los belenes. Coordinada por la Asociación de Belenistas de La Laguna y con la colaboración del Ayuntamiento, provoca el asombro y la admiración por una «práctica que aúna devoción, artesanía y cultura», como escribió el alcalde don Luis Yeray Gutiérrez Pérez en el programa.

De la ruta de los belenes participan muchos vecinos: los que los hacen y también los que los contemplan. Están los belenes en el Casco Histórico, en La Verdellada, en La Rúa y San Diego; en La Cuesta, en Taco, en Villa Hilaria y en Valle Tabares; en Guajara, en San Miguel de Geneto y San Bartolomé de Geneto; en Las Mercedes, en Tejina, en Bajamar y en Valle de Guerra; en El Coromoto, en La Villa, en San Lázaro, en Guamasa y en Cruz Chica. No puedo nombrarlos a todos porque son más de 35, un número que pone de manifiesto la amplitud del término municipal tanto como la desinteresada y culta dedicación de sus vecinos.

También hay que recordar el gusto de los vecinos por las actuaciones musicales que llenan el Teatro Leal, sin olvidar al Orfeón La Paz y a su hijuela reciente, La Peña El Gofio, ampliamente galardonados en los carnavales de Santa Cruz (hasta el punto de tener que actuar fuera de concurso).

Pero la actuación concreta a la que me gustaría referirme es la del Concurso de Coros que se desarrolló en el antiguo convento de Santo Domingo y culminó, en la parroquia de Nuestra Señora de La Concepción, con una actuación conjunta de muchos de los participantes. Un acto memorable por el número y calidad de sus intervinientes, con coros tradicionales, coros mixtos, voces blancas, coros de niños... Horas de deleite para los que pudimos escucharlos en aquel recinto enorme y abarrotado, sin molestar a ningún vecino con nuestra presencia. Otro ejemplo de participación ciudadana que es de justicia destacar.

El amor por la música, el encuentro y el entendimiento. Tres valores que el Ayuntamiento debe cuidar si quiere integrarse en el auténtico cuerpo vecinal. Ya en 1925 los poetas se referían al silencio de La Laguna, un silencio que poco tiene que ver con la algarabía incesante de estos últimos tiempos. En La Laguna, ciudad de los verodes, es Francisco Izquierdo el que escribe ese año:

Solo una nota tiene contemporánea y viva

el culto del silencio, la soledad votiva,

serena y melancólica de la meditación...

En su poema La Laguna, de 1969, Pedro García Cabrera también se refiere a «estas calles que se alejan hacia los silencios mansos que se duermen en la frente del buey redondo del llano». O Fernando Garciarramos, cuya reciente muerte lamentamos, en su Agüero de La Laguna. «La Laguna, La Laguna, no pierdas nunca tu paz», nos dice. «Si la vuelves a perder, nunca más la encontrarás».

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