Opinión | Retiro lo escrito

Cincuenta años

Portada del libro 'Víctor Zurita Soler'

Portada del libro 'Víctor Zurita Soler' / Amazon

Hace pocos días se cumplieron los cincuenta años del fallecimiento de don Víctor Zurita Soler, una de las figuras centrales del periodismo tinerfeño y creado y director de La Tarde hasta el mismo día de su muerte. Casi medio siglo manteniendo a flote un periódico vespertino contra viento y marea gracias, asimismo, a la laboriosa complicidad de Matías Real y de Francisco Martínez Viera. Ha contado Eliseo Izquierdo que Víctor Zurita, como todos los directores españoles, sufrió una intensa presión, una presión que surgía –aunque no solo– del Gobierno Civil, después del atentado mortal contra el almirante Carrero Blanco, y que las angustias le llevaron a sufrir el infarto que acabó con su vida. Es muy posible. Contaba ya con 82 años y ni un solo día había dejado de acudir a su despacho.

En estos cincuenta años en la profesión ha cambiado muchas cosas para finalmente cambiar muy pocas. Los periódicos isleños, hasta finales de los años setenta, eran lugares oscuros y medrosos que apestaban a tabaco, sudor y resentimiento. Los sueldos lindaban con lo miserable. Otra de las anécdotas sobre Víctor Zurita (a mí me la contó Gilberto Alemán) señala que una vez se le acercó un redactor para explicarle que se había pulido el sueldito a mediados de mes. Don Víctor se sacó del bolsillo un billete de cincuenta pesetas y se lo pasó con disimulo. En esos años oscuros, en El Día, se solían solicitar adelantos de nómina y era raro el redactor que alguna vez no recurría a los mismos. Un periodista era menos que nada porque, para empezar, los periodistas, en las dictaduras, apenas pueden ejercer el periodismo. Bajo regímenes dictatoriales se hace otra cosa: se apoya la iniquidad o se la descalifica, apenas perceptiblemente, con una mezcla de silencio y distancia irónica. En poquísimos ámbitos se podía deslizar la crítica. Hasta insinuar, en lo más duro del cuarentañismo, que los bancos de cierta plaza llevaban media eternidad sin ser pintados podía tener consecuencias desagradables. Zurita, por su parte, jamás cobró un sueldo en La Tarde. Era funcionario de Correos y Telégrafos, y cuando acababa su jornada laboral, engullía otra, gratis et amore, entre las paredes de la destartalada redacción.

Entre finales de los setenta y finales de la primera década del siglo XXI – otros cincuenta años – la profesión se hizo más o menos respetable. Subieron los sueldos. Se firmaron convenios colectivos razonables. Se desarrollaron mejoras administrativas, organizativas y tecnológicas que culminaron con la introducción de los ordenadores, la llegada de internet y la digitalización de todo el proceso productivo. Veías periodistas por la calle a primera hora de la mañana y a otros marchándose a casa apenas oscurecido, y ninguno llevaba el cuello de la camisa raído. La siempre cutre y legañosa bohemia del oficio fue desapareciendo rápidamente y hasta se prohibió fumar en las redacciones. Fue un suspiro y enseguida llegó la triple crisis: la crisis económica de 2008, la crisis de un modelo de negocio basado en una plataforma hasta entonces inmejorable para la publicidad, y la crisis derivada de la introducción de internet y de las redes sociales. Aunque nos empeñamos en simularlo, como los pasajeros del Titanic se esforzaron en simular que el navío flotaba perfectamente, entonces el periodismo comenzó a languidecer, es curioso, en el momento en el que el flujo e intercambio de una información incesante, cada vez más oceánica y más rápida, se exaltaba como un excepcional triunfo civilizatorio. Por un resto de amor hacia el oficio – el amor solo suscite con la raíz del respeto – simulamos que las transformaciones económicas y las nuevas estrategias comerciales de los medios no afectan la médula misma de nuestra actividad. Otra vez somos frágiles. Otra vez somos menesterosos. Otra vez nos empobrecimos. Abundan de nuevo los cuellos de camisa raídos y los zapatos viejos. Ha cambiado algo, sí, respecto a nuestro heroico pasado: el director ya no saca dinero de su bolsillo para pagarte un adelanto. Ni un chavo. Te sigue dando, eso sí, los buenos días.

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