Opinión | A BABOR

Todos queremos más

Una camarera lleva bandeja con bebidas en un restaurante.

Una camarera lleva bandeja con bebidas en un restaurante. / Efe

Encuestas en Disneyland: hace un par de días, los medios del grupo Prisa –El País y la SER– publicaban un sondeo que refleja perfectamente el sentir de la actual sociedad española en relación con el trabajo y su escala de derechos y obligaciones: en grandes líneas, y como era previsible, la inmensa mayoría de las personas encuestadas dijeron querer trabajar menos horas, cobrar más dinero y jubilarse antes. Es lo lógico, puestos a pedir. Lo curioso es que cuanto más jóvenes son los encuestados, más aumenta en ellos el deseo de trabajar menos horas y cobrar más de lo que cobran ahora, y también es curioso que los individuos con más recursos económicos son los que más defienden reducir la jornada, frente a los integrantes de grupos sociales menos pudientes, partidarios de seguir trabajando más.

Hay distintas explicaciones de carácter social, económico o incluso psicológico a este sorprendente fenómeno de que los que quieren trabajar menos sean los que tienen más garantías, frente a los trabajadores más pobres –incluso precarizados– que no ven con buenos ojos que se les reduzcan las horas. Para los que tienen menos, trabajar es sin duda el principal escudo frente al hambre y la pobreza. La ausencia de recursos o la incapacidad para hacer frente a los momentos malos es el principal motivo para desconfiar de quienes –desde los púlpitos políticos y sindicales– predican pagar más por trabajar menos. ¿Puede ocurrir eso? ¿Pueden la empresa y la administración pública asumir el reto de repartir más beneficios o más presupuesto entre los trabajadores?

Fernando Clavijo parece creer que sí, que las empresas favorecidas tras el parón del Covid por un par de años de buenos números, deben pagar mejores salarios a sus empleados. El presidente aprovechó la kermesse de Fitur para contar que en Exceltur se abordaron aspectos como la productividad y la formación, o la paradoja de que no haya mano de obra suficiente para atender las demandas del sector turístico, cuando los desempleados españoles suman la cifra de tres millones y medio. Clavijo defiende la tesis de que si la oferta incorpora mejores salarios de los actuales, aparecerán sin duda candidatos a los puestos vacantes. Yo no lo tengo tan claro, entre otras cosas porque los salarios no se fijan de forma voluntarista. Los datos sobre contratación en el sector turístico canario son bastante acongojantes, básicamente porque demuestran que son muchos los extranjeros que no tienen inconveniente alguno en dejarse contratar por esos salarios tan bajos a los que se refiere el presidente. Quizá el problema de que tantos canarios rechacen trabajar en el sector no esté en los bajos salarios, sino en la mezcla de actitudes de quienes no aceptan el trabajo como un imperativo (ni lo asumen como necesidad) y de las instituciones públicas, que han ido tejiendo un escudo social que –más que proteger a los más pobres– alienta el escapismo laboral y la renuncia al esfuerzo, y facilita la extensión del espejismo de que es posible vivir con dignidad sin dar chapa.

En las democracias desarrolladas hay dos formas de repartir la riqueza: por la vía de que los salarios crezcan al menos en la misma proporción y a la misma velocidad que los beneficios empresariales, y por la aplicación de impuestos justos que contribuyan a una eficaz redistribución de la riqueza gracias a la prestación de servicios públicos que hoy consideramos esenciales: la sanidad, la educación, la asistencia social, la vivienda y las infraestructuras. El problema es que esos dos mecanismos tienen que funcionar con un cierto equilibrio, para evitar que la presión asfixie a las empresas. La hibridación de menos beneficios con más impuestos no es una política que acompañe la reducción de la pobreza. Más bien todo lo contrario.

No creo yo que Clavijo sea un peligroso comunista, ni que su intención al proponer aumentos salariales en el sector fuera provocar inmediatamente sarpullidos en el ecosistema hostelero. Lo que está pasando en los últimos tiempos es que en medio del griterío del circo, cada vez se confunden más las competencias y atribuciones. Los gobiernos están para aplicar política, no para emitir sermones quedabien. Si Clavijo es partidario de que los empresarios suban los salarios, lo que tendría que hacer es definir políticas que disuadan de beneficios abusivos, gravando con impuestos los márgenes empresariales, no aconsejar a los que contratan con ruegos y peticiones bien intencionadas que a nada y a nadie obligan. Políticas para subir el impuesto al beneficio son competencia de este Gobierno, igual que puede serlo reorientar la RIC –o cualquier otra gracia fiscal– a la contratación con salarios por encima de convenio.

De este Gobierno –como de ningún otro gobierno– cabe esperar milagro alguno. Pero si esperar razones y propuestas y medidas alejadas de la propaganda. O al menos más alejadas que las de una Yolanda cualquiera.

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