Opinión | El revés y el derecho
El oficio del periodista
Una persona obligada al respeto, a la autocrítica, a perdonar y a pedir perdón por los afanes erróneos en los que recaiga
Tan temprano como ahora mismo están sucediendo barbaridades que atentan contra la más preclara de las definiciones del oficio de periodista: Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente. La dijo, ya saben, Eugenio Scalfari, gran periodista italiano, a un grupo de estudiantes de Periodismo que acudían hace más de cuarenta años a una clase magistral del que entonces era el director de uno de los grandes periódicos europeos, La Repubblica de Roma. Jamás me olvido de ese momento porque marcó para siempre mi manera de ser como periodista, y quizá como ser humano, porque no otra cosa que una persona cualquiera es un periodista, obligado al respeto a los otros, a la autocrítica, a perdonar y a pedir perdón por los afanes erróneos en los que recaiga.
Desde ese día en que le escuché a Scalfari decir eso sentí que, de un modo u otro, jamás traicionaría su definición, y en todo caso jamás olvidaría que eso que sirve para este oficio es también de conveniente observación por parte de los ciudadanos, de todos nosotros, de los humildes y también de los ignorantes.
Lamento muchísimo, de todos modos, haber caído, como tantos compañeros, en la estrategia resbaladiza de la opinión, que siempre obliga a estar informado, pero que también se interpreta como un navegador por las aguas turbulentas de la opinión propia, porque sí y por qué no… Decir que no recaemos en lo que criticamos es mantener la hipocresía de la virtud, cuando ésta se logra sólo desde el respeto al hecho cierto de que todos iguales, a veces demasiado iguales a los defectos que vemos en los seres que tomamos por defectuosos.
Ahora acaba de suceder en la muy numerosa prole del mundo periodístico dedicado a la opinión (es decir, a la opinión que se supone informada, dedicada a analizar, o a puntualizar, lo que sucede, sin ir más allá de esos supuestos de escritura) un hecho de enorme gravedad. En realidad, es una gravedad que viene de lejos porque lo que pasa ya pasaba y sin duda seguirá pasando, pues el oficio está tocado de muerte, y esto que sucede tan solo es un episodio de ese trayecto de suicidio en el que andamos metidos como en un automóvil incendiado.
Lo que acaba de pasar es insólito, y que se me perdone que use la palabra insólito cuando ya insólito no es nada sino algo consuetudinario, normal en estas lides, propio de un tiempo en que equivocarse es defecto que se ve en lo ajeno mientras que nosotros somos infalibles.
Lo que acaba de pasar es, digámoslo así, insólito, o lo insólito de esta semana. Y es que un grupo bien nutrido de periodistas/comentaristas, de unos y de otros diarios, se han juntado en una iniciativa extraordinaria, efectivamente reiterativa en lo extraordinario, pero que conviene subrayar para que quede testimonio. A la vista de que se habría de producir en Madrid, finalmente, una reunión del presidente del Gobierno con el jefe de la Oposición, y que esta reunión habría de celebrarse en circunstancias peculiares, pero en todo caso normales en este tiempo de tanta mudanza, ese grupo de diaristas, cuya opinión pesa más que la realidad a veces, recomendaron casi al unísono que uno de los dos líderes políticos no acudiera a la cita, que se quedara en la sede donde piensa o trabaja, o en su propia casa. Si acudía a la cita indicada, y desaconsejada, estaría vendiendo a su partido, dándole candela al enemigo.
No ocurriría tal cosa, naturalmente; los líderes políticos aun tienen autonomía de vuelo, no tienen por qué atender a todo aquello que les venga dicho por quienes manejan más la opinión que la información. Esta ya no manda casi nada, pues se produce a cuentagotas y en función de intereses de cámara, mientras que la opinión depende básicamente del rumor, extraído del ingenio más que del resultado de la pesquisa.
Las fuentes se han ido secando en manos de los gabinetes periodísticos que asisten a las autoridades de cualquier rango, de modo que cuando acudes, de periodista o de público, a actividades del género político suele haber más representantes del lado de allá del poder que del lado de acá de los que vamos, o van, a buscar información.
Pues los que van en busca de información, los que han de reunirse para ofrecer luego conclusiones o discrepancias, terminan siendo objeto de escrutinio, a no ser, claro está, que la reunión no tenga efecto. Que es lo que los columnistas más arriba reseñados hubieran conseguido con el extraño afán de dinamitar la posibilidad de esos encuentros.
Suelen ser, o suelen creerse estos afanosos consejeros áulicos de los políticos importantes, infalibles creadores de la verdad, y acuden a sus ordenadores o a sus lápices con la convicción de que cumplen con un deber civil, el de aconsejar a los que mandan, desde el Gobierno o desde la Oposición, así que se lanzan a campañas que luego, como ocurrirá ahora seguramente, serán agua sin sustancia o de borrajas.
Estuve en fecha reciente en una cena de periodistas jóvenes que celebraban el fin de año prematuramente. Me hicieron sitio, yo lo agradecí; los escuché hablar de las informaciones del día, contaron chascarrillos de lo que ellos obtienen de la gallardía política, o social, depende del sector que cultivaran, y me dejaron con la sensación de que aquel viejo periodismo que reclamaba Scalfari estaba lesionado pero vivo, que los jóvenes diaristas de las nuevas generaciones estaban buscando información donde estuviera y no aspiraba, ninguno de ellos, a acercarse a los protagonistas de los hechos para decir cómo tenían que comportarse ante uno u otro hecho que los juntara, con sus colegas y con sus adversarios.
Estamos en momentos de enormes fallas del periodismo; instituirse en autoridad periodística cuando en realidad la autoridad del periodismo la da la información que has conseguido, es una manera de chantajear al que produce la información, al que dices cómo ha de comportarse en esta o en esta otra reunión, a cuál debe ir, de cuál habría de abstenerse.
Esta arrogancia que acabamos de observar de tanto columnista diciendo por qué no se debe acudir a un encuentro de Estado me ha parecido de las más insólitas, y penosas, expresiones de grandeza bajita que se haya dado en años en mi pobre, generoso, tropezado oficio. Dios confesado al periodismo si sigue atendiendo más a lo que se dice a bote pronto que lo que se dice cuando se ha investigado y se sabe. Como en tiempos de Scalfari.
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