Opinión | Un carrusel vacío

Marina Casado

La juventud poética

La juventud poética

La juventud poética / El Día

«¿Tú todavía eres joven?». Esta pregunta, formulada en términos generales, puede producir extrañeza e incluso ofender. Porque, aparentemente, la juventud o su ausencia se detectan a simple vista. Sin embargo, formulada en un ámbito literario adquiere otro sentido. De hecho, resulta muy frecuente si te mueves en ese tipo de ambientes. Ser «joven» en el mundo literario significa no sobrepasar los 35 años. Y claro, a veces resulta muy difícil, a simple vista, la precisión en ese rango de edad comprendido entre los veintitantos y los treinta y pico. Entonces, hay que preguntar para cerciorarse.

Los que escribimos y nos presentamos a certámenes literarios vivimos con el miedo a abandonar la «juventud literaria», porque existe una serie de ventajas que desaparecen con ella. En el género poético, que es el que mejor conozco, la etiqueta de «poeta joven» te otorga ciertos privilegios, como el amplio abanico de premios a los que puedes optar o la posibilidad de que te inviten a participar en eventos y antologías cuyos organizadores deseen mostrar al mundo su generosidad para con ese grupo de personas que, en teoría, aún está comenzando, que necesita un empujón.

El chollo se acaba cuando cumples los 36. La transición resulta letal: de un día para otro, ya eres adulto, con todas las de la ley, porque así lo indica tu documento de identidad, por mucho que conserves intacta la tersura de tu piel y sigas llevando camisetas de Hello Kitty. De esa denominación no se libraría ni Dorian Gray. Y entonces, entras en un mundo nuevo y aterrador: el de los poetas que ya no son jóvenes, pero tampoco reconocidos. Un limbo en el que flotan cientos de almas cuyo número va aumentando, que luchan por abrirse paso en ese circuito que cada vez funciona más por etiquetas, por grupos. ¿Dónde encajas tú en ese esquema?

Por eso, los que nos vamos acercando a la temida cifra tenemos en la cabeza aquello que afirmó Caballero Bonald, «somos el tiempo que nos queda». Se nos acaba el plazo para ganar un premio prestigioso que nos asegure que, cuando entremos en la madurez, no seremos absorbidos por el abismo del abandono de los coordinadores de eventos y de las instituciones, en general. El reloj de arena va desgranando sus últimos copos.

Yo me pregunto desde hace bastantes años si esta etiqueta de «poeta joven» es tan necesaria. Para empezar, se trata de una denominación muy subjetiva. ¿Por qué treinta y cinco y no treinta o cuarenta? ¿Qué diferencia a una persona de treinta y cuatro de otra de treinta y siete? ¿El día en el que cumples treinta y seis tu pelo se vuelve canoso, de repente, y surcan tu rostro dos terribles arrugas que no estaban ahí la semana anterior? Por otra parte, lanzando una mirada retrospectiva, ¿nos atreveríamos a calificar a Miguel Hernández o Federico García Lorca como «poetas jóvenes»? El primero murió a los treinta y uno; el segundo fue asesinado a los treinta y ocho, pero escribió el grueso de su obra antes de los treinta y cinco. ¿Y Alejandra Pizarnik, que se suicidó a los treinta y seis? ¿Qué rasgos de la «poesía joven» encontramos en ellos?

Planteo una cuestión más general: ¿qué caracteriza a la «juventud poética»? Los temas son siempre los mismos, universales y sempiternos: el amor, la muerte, la soledad, la búsqueda de la propia identidad… Podría cambiar, tal vez, la perspectiva con la que se enfocan. En teoría, un joven no mira el mundo con los mismos ojos que un anciano. Sin embargo, no deberíamos generalizar. Pensemos, por ejemplo, en dos casos pertenecientes a la Generación del 27: Luis Cernuda y Rafael Alberti. Cernuda publicó su primer poemario, Perfil del aire, a los veinticinco años, en 1927. Las composiciones que lo forman están impregnadas de melancolía, amargura y desencanto vital. No encaja con lo que esperaríamos de un joven. Por su parte, Rafael Alberti publicó en 1988 Canciones para Altair, de corte erótico, vitalista y amoroso. Él tenía entonces ochenta y cinco años, pero su poesía parecía la de una persona entrando en la primera juventud, ilusionada y deseosa de comerse el mundo. Estos dos casos nos demuestran que la poesía, como el alma, no tiene edad.

Yo, que me aproximo cada vez más a los treinta y cinco, me doy cuenta de que, en general, los grupos de «jóvenes» nunca me han acogido ni me han abierto sus tersos y fresquísimos brazos: no me han ofrecido participar en sus antologías, encuentros o festivales; ninguno de los premios más importantes que he obtenido han sido para menores de treinta y cinco. Mi poesía gusta más a los «mayores», curiosamente. A lo mejor sí hay vida poética más allá de la frontera.

Suscríbete para seguir leyendo