Opinión

Miqui Otero

La victoria de Elisa

Elisa Victoria.

Elisa Victoria.

Estoy en el patio de juegos donde creció la escritora sevillana Elisa Victoria, hablando de su primera novela. Me cuenta que aquí desnudaba a Chabelis, cuchicheaba con sus amigos y se protegía de las miradas cotillas. Aprendía que vivir es en cierta forma actuar, ya que el hecho de que la placita estuviera rodeada de todos los balcones de los vecinos convertía este lugar de recreo en un anfiteatro.

Muchísimo tiempo después, volvía a pisar este sitio, que abandonó poco después de hacerse esta fotografía infantil: se asoma a una fuente en forma de estrella y revestida de azulejos blanquiazules y lo hace con unas cangrejeras rojas en sus pies y un vestido que le hizo su modista, que también era su podóloga, y su cocinera, y su amiga: su abuela. Ahora, con bufandas y jerséis de angora, nada queda de eso, ni el calor (su yaya, enamorada de Felipe González, quizá sería fan de Pedro Sánchez), así que no sabe si alguien la reconocerá.

Entonces, como en un musical (¡si hasta huele a naranjos y azahar!), se cruza con una vecina que le sonríe y otra le regala una manzana y aquella la saluda desde la ventana. ¿Cómo han reconocido a esa niña en esta mujer de 30 y pico años? Porque precisamente esa era la edad, poco después de la foto del vestido, que su madre tenía cuando se fueron de esta casa.

Esto nos pasó hace un par de años, pero podría no habernos sucedido y ser uno de los pasajes de la (estupenda) novela que ahora presenta. Algunas cosas en Otaberra (Blackie Books): somos como nos miran, a menudo interpretamos un papel (el que se espera de nosotros), nuestros juegos infantiles pueden ser feroces, las fotografías articulan nuestra memoria (los álbumes no guardan los momentos más memorables, sino que nos indican lo que es conveniente recordar) y también nuestro carácter (¿cómo ibas a ser infeliz si sonreías así, con todos esos dientes?). Y por mucho que nos pintemos o despintemos, que nos peinemos o despeinemos, un día nos miramos al espejo y vemos a nuestros padres.

En Otaberra, una científica es capaz de dar de forma solvente conferencias sobre bioquímica, pero tiene siempre la cabeza en otro sitio, confiándose a una especie de piloto automático, atrapada en un instante. Donde hizo todo crack, en 1989: su amigo, el raro del pueblo, el poco machote, el único verdaderamente peculiar y potencialmente brillante, le confiesa su amor después de haber ido a beber a un bar demasiado alejado del pueblo. Ella responde con una perplejidad agresiva (cómo puede ser si a ti te llaman maricón y a mí bollera) y separan sus caminos esa noche. Ella llegará a casa. Él, no (aparecerá muerto y maltratado).

La protagonista nunca restañará la culpa, y ese episodio truculento y casi inverosímil le generará una extrañeza ante la realidad y una suspicacia ante el mundo. Los estoicos, esos cachondos, decían que no tenemos que comernos el tarro, porque todo en la vida o bien se puede soportar o bien es insoportable. Podríamos añadir que todo lo que es inolvidable lo es por bello o por horrible, porque se quiere olvidar y no se puede o porque se puede olvidar y no se quiere.

Este es el pinyol de la fruta, el corazón de la novela, que en realidad está atravesada por las reflexiones (inteligentísimas) sobre las relaciones promiscuas entre tiempo y escritura. Luego, claro, hay un festín de puntos de vista y también de subtemas: una visión no fotogénica de la opresión rural en los 80, de multa a la diferencia; una tendencia a no etiquetar a sus personajes, sino a dejarlos respirar; un regreso a las obsesiones (el cromo que falta en el álbum, clave en el cierre de esta historia, quizás es el de la película Arrebato: «¿Cuánto tiempo te podías pasar mirando este cromo? Años… siglos… toda una mañana…»), y un rescate de quiénes fuimos todos (niños, aunque lo olvidemos) tierno y turbio como una cajita llena de dientes de leche.

Es la victoria de Elisa, cada vez más atómica y más libre, más madura precisamente porque sabe mirar el mundo con los ojos de un niño que descubre un insecto y no sabes si va a quemarle las alas o a dedicarle una nana. Decía Carmen Martín Gaite que la mirada antecede a la visión: para ver antes has tenido que mirar (ese gesto, esa voluntad de entender) hacia algo o hacia alguien. Elisa Victoria ve lo que otros ignoran y ya tiene esa mirada, solo suya.

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