Opinión | Sangre de drago

Juan Pedro Rivero

Ni superior ni inferior; distintos

Ni superior ni inferior; distintos

Ni superior ni inferior; distintos

Dicen que no hay enfermedades, sino personas enfermas. De igual manera, una persona no se define por la enfermedad que padece. Las enfermedades nos condicionan, nos limitan, pero no nos definen. A esta realidad debemos añadir que una misma enfermedad –teóricamente entendida– no funciona de igual manera en dos personas y, por supuesto, un mismo medicamento no funciona de igual manera en dos personas.

Somos personas distintas, diferentes, diversas. Con muchos elementos comunes, pero con una radical peculiaridad que nos hace ser exclusivos; personas únicas.

Si esto es así, si cada cual es irrepetible, el compararnos con los demás no tiene sentido. Puede que nos frustre, en el peor de los caso, o que nos saque de las casillas de lo sano haciéndonos sentir una superioridad inadecuada. Somos incomparables.

Un maestro, de esos a los que le debes muchos consejos que tienes tatuados en la memoria, nos decía que nadie es inferior ni superior a todos los demás. Siempre hay algo en lo que otra persona te supera, y siempre habrá algo en lo que tú puedas superar a otros. Cada cual es cada cual. Nadie encierra la totalidad. Por eso toda comparación es una injusticia con la realidad y un atentado a la verdad.

Si la prepotencia te sitúa falsa y aparentemente por encima de los demás, no es que tengas una autoestima sana, sino, al contrario, que padeces la enfermedad de los excesos. Excesos de sentimientos de inferioridad y excesos de sentimientos de superioridad. Somos distintos y no podemos aplicar a los seres humanos las connotaciones de las cosas. Solo las cosas se pesan y solo a las cosas se les pone precio. Las personas están en el ámbito de los valores. Y todas las personas, cualquier persona, la persona toda, tiene un valor fundamental.

Se comparan las cosas. Porque unas tiene mayor precio que otras, o son más grandes que otras, o sirven como herramientas para unas operaciones u otras. Y si tenemos la tentación de tratar a las personas como cosas, no dudemos que podamos tratar a las cosas como personas y pasar de la idolatría a la obsesión. ¡Qué bueno es colocar cada realidad en su lugar!

Las comparaciones son odiosas cuando se trata de las personas. Pudiera ser que en algún momento de la historia no todos los seres humanos tuvieran asignado un mismo valor fundamental. Pudo ser así, y testimonios recientes tenemos cuando hemos sido testigos de intentos de exterminios, o de impedimentos de apartheid por el color de la piel. Eso que ocurrió, aunque pueda parecer que no, olvidó el discurso judeocristiano de Pablo de Tarso que afirmaba que después de la Encarnación del Verbo divino, «(…) ya no hay hombre ni mujer, esclavo ni libre (…)» porque todo lo humano es lugar teológico.

El verdadero espíritu educativo debe superar la tragedia de la comparación. Porque no hay dos alumnos iguales como no hay dos docentes iguales. Lo peculiar es lo real.

Suscríbete para seguir leyendo