Entre montañas y roques, senderos y sabinas se encuentra el caserío de Afur, un enclave de la capital situado en lo más profundo del Macizo de Anaga. En sus 5,35 kilómetros cuadrados de superficie residen unos 120 habitantes, cuyas viviendas están dispersas entre el fondo del valle y las laderas. Este barrio es, sin ninguna duda, un rincón idílico de absoluta tranquilidad, donde se puede respirar el aire puro de las montañas al mismo tiempo que se disfruta de sus amplias vistas del mar.

Afur se encuentra a 35 kilómetros del centro de la capital, entre las cimas de El Frontón y La Cumbrecilla, y está rodeado de la belleza natural de árboles y montes que tiñen el paisaje de distintos tonos de verde. A este pueblo se puede acceder, o bien por el caserío de El Bailadero, junto al pueblo de San Andrés, o por la carretera de Las Mercedes. Ambos trayectos merecen la pena, pues en ellos se puede disfrutar de las hermosas estampas que ofrece la escarpada orografía de Anaga.

Goya Alonso, secretaria de la Asociación de Vecinos La Cumbrecilla afirma que ella no cambia su hogar "por nada del mundo". Esta residente lleva toda su vida en este espacio, donde no tienen ni comercios en los que hacer compras para adquirir alimentos básicos. Pero para los residentes de Afur eso no es una desventaja, la necesidad de avituallarse "es una buena excusa para salir del pueblo". "Aunque estamos bien aquí, a veces necesitamos cambiar de aires", cuenta. La alimentación, en realidad, no implicaría un problema, porque podrían autoabastecerse. Disponen de pequeñas parcelas de cultivo, que recorren los caminos y senderos que conforman el paraje. "Ganado ya no hay. Antes había conejos, cabras, cerdos y vacas pero esa tradición se ha perdido", agrega.

Alonso indica que, al ser tan pocos residentes, y en su gran mayoría gente mayor, todos se conocen y controlan las rutinas de otros. "Aquí todos somos o primos o sobrinos o cuñados. En cuanto escuchamos el ruido de un motor que no identificamos ya sabemos que alguien viene a visitarnos", agrega.

Si algo distingue a Afur del resto de barrios de la capital, es que se trata de un lugar que mantiene esa identidad de pueblo, con vecinos que se saludan al pasar y con esos resquicios de lo rural que apenas se conservan en algunos puntos de Anaga. Tanto es así que aún mantienen esa tradición de que sea el médico el que se traslade al lugar una vez al mes. "Nos costó Dios y ayuda conseguirlo", admite Alonso. Además, se trata de un espacio que ha sido modelado de forma caprichosa por el agua que, desde hace miles de años cae por el cauce de su barranco. Así lo recalca su cartel de bienvenida y así se puede comprobar en cuanto uno pone los pies en el lugar.

El mayor encanto de esta pequeña aldea son sus casas-cueva, que abundan en Lomo Centeno y El Frontón, así como sus viviendas de una planta elaboradas con piedra seca, –recogida en el mismo barrio–, y techos de paja. Algunas de estas construcciones están levantadas sobre las laderas. Si se ven de frente, se asemejan a la decoración de un Belén canario

Sus saltos de agua, el de la charca Las Pepas, o el más vistoso, el Salto de Taborno, son otro aspecto a recalcar, pues, ahora, y con la abundancia de agua de las lluvias, apenas tienen que envidiar a cualquier otra cascada natural

No obstante, a pesar de su gran belleza y tranquilidad, Afur sigue siendo un rincón desconocido para muchos santacruceros y vecinos de la Isla. Los que sí visitan a menudo este rincón son los senderistas, quienes los fines de semana aprovechan para patear sus escarpados caminos con destino a Taganana, Taborno o incluso la rocosa Playa de Tamadiste. "Todos los senderos de Anaga llegan a Afur. Estamos conectados por todos lados", observa Alonso. "El sendero más bonito del Macizo es el de Palos Jincados. Y no lo digo yo, sino nuestros visitantes. A mí todos me parecen preciosos", agrega con rotundidad.

Sin embargo, admite que los vecinos se sienten un tanto olvidados, entre el calor del verano y la falta de limpieza en las veredas, han dejado de ver a muchos transeúntes por el barrio. "Esto funciona por el boca a boca. Si uno de ellos detecta que un camino está mal preparado se lo dice a otro, y a su vez, este a otro", cuenta Virgilio Amador, marido de Goya. 

El restaurante Casa Nene es un punto de parada obligatoria durante la excursión. Allí, según cuenta Alonso, son conocidos por su escaldón, sus pucheros y su carne con papas. "Viene mucha gente de otros barrios solo para degustar sus platos", apunta esta vecina. Sin embargo, el propietario del local, Ismael Alonso, más conocido entre los vecinos como El Nene, reconoce que con la crisis cada vez es menos la gente que se traslada hasta el valle para probar sus recetas caseras. "Estamos notando mucho los efectos de la crisis, pero después de 12 años abiertos, no perdemos los ánimos", aseguró el hostelero. 

El Valle de Afur siempre ha sido un lugar de tradiciones. Goya y Virgilio recuerdan cuando, hace ya varias décadas, los caminos aún eran de tierra, y debido a la falta de cementerios en el barrio, las familias tenían que cargar a hombros con el difunto hasta llegar al camposanto de Taganana. "Aquí pedíamos que no fuera familiar nuestro", cuenta riendo Pablo Rojas, presidente de la AAVV La Cumbrecilla.

Ahora, en pleno otoño, con los chaparrones de los últimos días, los residentes de Afur afirman que sus veredas se ven preciosas. Ellos conocen bien cada rincón, pues a falta de coches y asfaltado, sus pateos y juegos de infancia se desarrollaban entre caminos y roques. En el sendero que lleva a Taganana se conserva una cruz que señala el lugar donde antaño los novios y sus invitados o los portadores del cuerpo del difunto se detenían a descansar para continuar con fuerzas el trayecto. "De críos colocábamos recipientes con agua para saciar la sed de los caminantes y a cambio nos dejaban unas golosinas o unas pesetas", rememora Rojas mientras Goya Alonso asiente con una sonrisa dibujada en los labios. 

La Plaza de Afur, situada en lo más profundo del valle, es donde se congrega la mayor parte de la actividad del pueblo. Unas pocas casas, un camino de piedras y la Iglesia de San Pedro forman una imagen tan hermosa que es digna de ser estampada. Flores, dragos y otras pocas plantas rodean este pequeño espacio que preside el templo parroquial dedicado a su patrón, San Pedro. Este edificio, que se levantó en 1954, apenas puede albergar a medio centenar de personas, pero es uno de los motivos de orgullo de sus residentes. Además, en su fachada, hay una placa en honor al último alcalde pedáneo de Afur, Ángel Alonso, que además era el padre de la actual secretaria de la AAVV de La Cumbrecilla.

Los tinerfeños cansados del asfalto y el cemento acuden a este valle, algo que a los afureros les encanta. "Es que nos da mucha alegría ver a los caminantes", puntualiza Goya Alonso.