La opinión del experto

Duelo, melancolía y nostalgia

 Hay un afán de posteridad que impulsa a los padres a dejar una herencia a sus hijos en los que habitan en ese futuro soñado en el que ya no existirán

Muerte y duelo: el arte de fotografiar a los niños difuntos.

Muerte y duelo: el arte de fotografiar a los niños difuntos. / RAFAEL SOLAZ

Martín Caicoya

Había decidido conocer la medicina rural antes de sumergirme, quizá para siempre, en un hospital británico. Regresé a España con la idea de pasar un mes en un pueblo de montaña como médico de lo que entonces se llamaba Asistencia Pública Domiciliaria. Me gustaba y sugería esa denominación que invitaba a penetrar en la vida de los parroquianos.

Aquel breve chapuzón se convirtió en una larga inmersión y la mejor experiencia de mi vida. Quise compartirla. Iba más allá de la práctica científica, a la que estaba muy ligado. Era ser médico y quién mejor que don Pedro Laín Entralgo para ordenar mis ideas. Me entrevisté con él en la cátedra de historia de la medicina. Le expliqué mi proyecto mientras paseábamos entre libros: «Mejor lo haces con Diego Gracia, un chico estupendo (creo que utilizó esa expresión), él es ahora el encargado de cátedra”.

Diego Gracia me recibió inmediatamente. Hablamos. Me propuso como primera misión, explorar la idea de la muerte entre los habitantes de mi concejo. Y eso hice, los entrevistaba con un magnetófono, incluido al cura, el único, junto conmigo, no natural de allí. Un proyecto inacabado que se revuelve en mi memoria. Cada cultura, casi cada persona, tiene que conciliar su vivir cotidiano con la certeza de la muerte. El proyecto era investigar en un medio rural apartado la idea reencarnación o la vida eterna, pero, sobre todo, el culto a los muertos. Allí, aunque dominaba el descreimiento, el duelo estaba muy presente.

Recuerdo, años después, a unos padres compungidos al otro lado de la mesa de mi consulta. Su hija aún niña había muerto hacía más de 10 años. Ellos solo vivían para recordarla, para rendirle culto. Entonces yo no había leído a Freud sobre ese tema. En «Duelo y melancolía». Allí dice que la incapacidad de superar la pérdida es patológica porque un apego persistente a los muertos puede impedir aceptar el mundo tal cual es y relacionarnos con él. Más o menos así se lo expresé, quizá influido por la psiquiatría de la época que ya caracterizaba el duelo prolongado como una entidad nosológica. Pensaba también que un duelo con una elocuente expresión externa, como la que ellos manifestaban, se convertía en un refugio para no vivir la vida y a la vez que se obtenía una renta de la sociedad: la condolencia y sobre todo el prestigio que puede dar ser víctima de una pena inextinguible que demuestra la fortaleza de los lazos afectivos.

Ahora no estoy seguro de que un duelo más allá de 6 meses, o un año, sea patológico, ni de que una vida teñida de pena se realimente con la recompensa social. De cualquier forma, el culto a los muertos trasciende a las emociones y eso es lo que más me interesa. Es lo que hace que vivamos más allá de nuestras cortas vidas, el eslabón que nos une con lo que fue y lo que será. Hacemos para nosotros mismos, para ese yo extenso que incluye el prójimo y las cosas que nos conciernen, y también para los que fueron y serán. Es una forma de dar continuidad a la sociedad y además hacernos casi eternos, aunque seamos solo un «ladrillo en el muro».

Hay un afán de posteridad que impulsa a los padres a dejar una herencia a sus hijos en los que habitan en ese futuro soñado en el que ya no existirán. Serán esos espíritus a los que se rendirá culto. Nuestros muertos que siguen ahí, observando nuestros pensamientos, deseos y obras. Nos habitan, nos asisten con sus consejos y sobre todo con una mirada moral que nos obliga a estar a la altura de sus expectativas. Es su ejemplaridad, la que nos ayuda a sufrir de otra manera una enfermedad mortal cuando en ese sufrimiento, en esa desesperanza, se aviva el recuerdo de aquél que con entereza y posesión total de sí mismo y del tiempo, atravesó ese mismo camino hasta desembocar en la muerte.

Distinguía la profesora Josefina Martínez entre nostalgia y melancolía. Iba a leer un un poema inédito de su difunto marido Emilio Alarcos teñido de nostalgia. En su opinión ambos son estado de tristeza, pero en la nostalgia cabe la esperanza. Yo creo que la nostalgia en el duelo añora el tiempo convivido y sufre el que no ocurrirá. Pero ellos, los muertos que amamos o necesitamos, nos habitan, incluso con más intensidad y cuerpo que los personajes inventados que discurren por la novela, o esos yos que se manifiestan en los poemas. Su presencia y compañía puede redimir la tristeza, una tristeza que se puede tornar en melancolía y entonces quizá sea patológica.

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