Opinión | La opinión del experto

Martín Caicoya

Todos los caminos conducen a los vegetales

Un bol repleto de legumbres y vegetales.

Un bol repleto de legumbres y vegetales. / Archivo

La importancia de la sal está en la lengua: en el salario, o cuando se dice es una persona muy salada; y en la economía, las salinas que cantaba Alberti: «dejadme ser, salineros, granito del salinar». El sodio, que con el cloro forma la sal, es fundamental para la vida. Somos seres eléctricos y el sodio contribuye a producir la carga eléctrica de las células.

Cuando quemamos los nutrientes, impulsados por el oxígeno, aproximadamente el 20% de la energía liberada en ese incendio se recoge en unas baterías, el ATP, el resto se disipa en forma de calor. Ese ATP va a alimentar una proteína cuya función es sacar sodio de la célula y meter potasio. Recuerden que las proteínas son esas moléculas de formas complejas, de ahí el adjetivo proteiforme, que nos hacen, tanto físicamente –se dice que son los ladrillos de nuestros cuerpos– como funcionalmente: son los mediadores de las reacciones fisicoquímicas que ocurren en el organismo.

Las proteínas son el producto final de los genes. Cada uno da origen a un aminoácido. El siguiente paso ocurre en los ribosoma, unos corpúsculos intracelulares donde se ensamblan los aminoácidos en configuraciones disparatadas para crear las proteínas. Una de ellas es la que saca del interior de la célula iones de sodio y mete de potasio: por cada tres de sodio mete sólo dos de potasio. Así es como se produce un desequilibro al haber más iones positivos fuera que dentro: es la carga eléctrica de la membrana. En todas las células hay bombas de sodio potasio, son más numerosas en las que conducen electricidad como los nervios y músculos. Sin sodio no habría vida como la conocemos.

Tenemos papilas gustativas para detectar cuatro sabores: salado, dulce, amargo y ácido. El gusto está más determinado por el olfato, de ahí lo de buen paladar: al estrujar con la lengua el alimento contra el paladar, además de activar las papilas gustativas, extraemos las substancias volátiles, perfumes que viajan por las coanas a la nariz.

Necesitamos la sal y desarrollamos un detector para buscarla. Lo saben los pastores que suben al monte con una bolsa llena de sal para llamar a las vacas dispersas por las majadas.

También detectamos el dulce porque es una magnífica fuente de energía de uso inmediato: la glucosa pronto estará disponible en las células. Es preferible quemar glucosa en momentos de demanda porque para su combustión gasta menos oxígeno que la grasa. Quizás ácido y amargo tengan que ver con la prevención de alimentos peligrosos.

Necesitamos sal y nos gusta, pero, lo mismo que el dulce, el exceso puede ser muy perjudicial. Sir Geoffrey Rose, uno de los grandes de la salud pública, trabajó, como tantos ingleses, en Kenia. Allí vio que los masáis no desarrollaban hipertensión a medida que cumplían años como ocurría en su Inglaterra natal. Entonces se decía que la máxima era 100 más la edad. A él se debe la brillante idea de arrastrar la curva de distribución de la tensión arterial hacía la izquierda, hacia una media más baja, de manera que desaparecerían la mayoría de las cifras más altas, las que causan daño por hipertensión y elevan la media. Sin embargo, lo que hacemos es amputar esos máximos con medicación. Una estrategia que tiene un coste, unos efectos colaterales y unos límites de eficacia: el control medicamentoso de la tensión arterial es muy difícil.

Si consiguiéramos comportarnos, en ese sentido, como los masáis, y otras poblaciones no occidentalizadas, sería estupendo. El primer objetivo en ese sentido es reducir el consumo de sodio porque su exceso, disuelto en la sangre, atrae líquido para rebajar la presión osmótica y la consecuencia es que tensa las paredes arteriales. Además, la sal, en sí misma, las daña.

En sentido contrario, es bueno consumir potasio, el ión que pugna por salir de la célula porque dentro hay mucho debido a la bomba. Más potasio reduce la presión intravascular y facilita la expulsión de sodio por el riñón. Este es un órgano clave en la regulación del sodio y muchas otras cosas. Hay riñones más o menos capaces de expulsar la sal. Por eso no todos los que consumen cantidades excesivas de sal tienen hipertensión.

Una cuestión polémica

¿Cuánta sal necesitamos? Es una cuestión polémica: los más estrictos recomiendan un máximo de 1 gramo diario, los menos fundamentalistas 2,5 gramos. Cómo hacerlo: cocinar en casa cada vez con menos sal de manera que se vaya ajustando el gusto, evitar, en lo posible, los alimentos industriales que suelen tener más sal porque es un magnífico conservante y saborizante que también se usa, en general, con exceso en los restaurantes, otra fuente fácil de sal.

El potasio que puede ayudar a regular la tensión arterial es abundante en los vegetales, una fuente de alimentación por muchos motivos excelente. También el ejercicio físico ayuda a controlar la tensión y el exceso de peso, sobre todo la obesidad abdominal, la favorece. En resumen, todo nos conduce al mismo sitio: una dieta basada en productos vegetales y una vida en la que ni el sedentarismo ni la obesidad tengan cabida.